Cómplices

Jueves, 9 de agosto de 2012


Convendría romper la niebla de la mirada, ajustarse las dioptrías del alma, para que cada latido ajeno alcance su justo volumen y arribe hasta la playa de cada uno, y así se valore, contemple y admire la nitidez de la geografía de su voluntad, la precisión del tono del color de su existencia, la densidad del dolor con el que sufre, el volumen de sus deseos, incluso el perfume de su felicidad.
Cada día es más evidente la necesidad de oftalmólogos del corazón. O, aún mejor, de cirujanos como carniceros expertos, vigorosos y concienzudos que rasguen y despiecen sin miedo tanta grisalla y tanta basta —y vasta— arpillera que impide la luz. (¿Importa si alguien la puso a la fuerza o si se permitió que la cosiesen sobre la nervaduras de nuestras sístoles y diástoles?).
El rebaño siempre ha sido, y es, el ideal al que aspiran mantenernos los gobernantes, ya que según la teoría de los poderosos, sólo en ellos descansan la verdad, la sabiduría, el discernimiento y su omnímoda capacidad para nuestra salvación. Su palabra preferida —si prefieren alguna— es Amén, porque su gozo es nuestro mutismo, y, más aún, que nuestra voz sea la suya propia impostada al modo en que se clava la voz del titiritero en el muñeco.
Así han actuado desde el principio del principio. Desde la más remota antigüedad, probablemente desde uno de los primeros minutos de humanidad —donde esté tal pliegue del tiempo y del espacio ahora es indiferente—, se adivinaron los mecanismos que pueden conducir a una persona, o a un grupo de ellas, hacia la posición dominante sobre el resto del clan o de la tribu. Y desde ese preciso instante, además, comenzó la tarea de perfeccionarlos.
Pero, aquello que sirve para que el grupo sea enjambre, también sirve para convertirlo en un colectivo de personas diferentes y susceptibles de tomar sus propias decisiones.
La palabra, por tanto, puede ser un arma de destrucción masiva, puede convertirse en el carcelero más feroz, o en la herramienta que a todos nos haga labradores de destinos.
Si en una tribu, clan, grupo o familia brota el afán de desgarrar la grisalla o la áspera arpillera y permitir que la luz alumbre con toda su nitidez, sucederá que el otro adquirirá su condición intransferible e insoslayable. Aunque antes se habrá tenido que vencer la resistencia de quien aún quiere blandir el miedo y la noche como estrategia para la supervivencia.