Cómplices

Lunes, 13 de agosto de 2012


Perder. Fracasar. Derrota… Concluidos los Juegos Olímpicos de Londres, con apenas unas horas de vida la Olimpiada de Río de Janeiro, me planteo la estética del perdedor.
Transcurridas dos semanas de apoteosis de la victoria intento adivinar la razón del perdedor, o más bien, del derrotado. Es algo que viene rondando por mi cabeza desde hace tiempo, pero con el paroxismo de la competición sin tregua se hace más presente aún.
Uno observa competición tras competición, o lee algo al respecto, y desde el principio se barajan nombres de individuos o equipos que cuentan para la victoria o los puestos próximos a ella. Sin embargo el número de participantes sin opciones se multiplica. Me imagino que quien se presenta a correr los mil quinientos metros lisos, por ejemplo, conoce al dedillo quiénes serán sus contrincantes y quiénes tienen las opciones reales, e incluso las meramente posibles y las probables en caso de que éste o aquél favorito tengan un mal día, fallen, se lesionen…, o que ellos tengan el mejor día de sus vidas, ése que nunca jamás volverá a repetirse.
Así pues, pongo por delante y reconozco que en este asunto no todo son las matemáticas o la lógica aplastante, sino que hay otra serie de variables (más o menos fortuitas o azarosas) que pueden influir y de hecho influyen en el resultado final. Pero esta reflexión (incluso sin llevarla hasta el extremo) sólo serviría para explicar la presencia de un ramillete de participantes. Voy con un ejemplo muy concreto, aunque los números que manejo son pura invención.
El noventa por cien de los aficionados, e incluso expertos, hace una semana hubiera apostado por Usain Bolt como vencedor de los cien metros lisos. Es decir que el noventa por ciento hubiéramos acertado; o sea, que no nos habríamos convertido en millonarios. En caso de fallo, error, lesión, descalificación…, el abanico de candidatos se abría un poco más y hubieran aparecido otros nombres. ¿Cuántos? ¿Tres, cuatro, cinco…? Da igual, pongamos que seis o siete más, justamente los que alcanzaron la final. Sin embargo, en esta prueba compitieron más de cincuenta atletas. Estaría por apostar uno contra mil que más de la mitad de los participantes consideraba milagroso alcanzar las semifinales. Si hablo de subirse al pódium, apostaría que salvo tres o cuatro, el resto sabía que tal lugar era inaccesible a sus piernas, aunque volaron sobre el tartán en menos de diez segundos.
Si esto es así (y razonamientos similares pueden hacerse con la mayoría de pruebas), cómo es posible que acudan tantos deportistas a la llamada.
¿No será que a pesar de la exaltación de la victoria, transmitida sin cansancio por los medios de comunicación, y que —por desgracia— va uniformando nuestro pensamiento, no sea ése el único contenido semántico de la palabra éxito?
Un español llegó el penúltimo clasificado en la prueba de los cincuenta kilómetros marcha —acaso la prueba más dura de todas las pruebas atléticas—. Cruzó la línea de meta llorando. Acabó la competición con un paso un poco más rápido que el mío cuando acudo a mi trabajo cada mañana, es decir un poco apurado, pero sin correr, unos nueve minutos por kilómetro. Iba, creo, lesionado, pero llegó. Su verdadero reto era acabar. Por tanto, como concluyó la prueba a pesar del sufrimiento, alcanzó el éxito —que no la victoria—; y, quizá, su éxito sea similar que el del atleta ruso que venció, estableciendo, además, marca olímpica, lo que significa incrementar la victoria, la que se produce respecto de los competidores del pasado: nadie más que él —ni el sábado pasado, ni en ningunos otros Juegos— ha marchado durante cincuenta kilómetros más deprisa. Pero lo que he dicho sobre el atleta español, podría referirlo al joven japonés que concluyó y nada más llegar estuvo a punto de desplomarse y era incapaz de dar un paso más, como si sus piernas se hubieran tornado de madera.
Quizá sólo quien se aficiona a la práctica de un deporte valora o comprende en su justa medida, la importancia de participar, mucho más que la de competir para ganar. Somos otros, los que miramos desde el sofá, teledirigidos —nunca mejor dicho— por las televisiones, quienes determinamos que la victoria —o sus aledaños— es lo único que sirve, lo único a tener en cuenta.
A lo mejor el verdadero éxito no es vencer la prueba, pues la inmensa mayoría sabe que tal destino sólo es asequible para un diez por ciento —por decir algo— de los competidores, sino vencerse a sí mismo, luchar contra uno mismo en el mejor lugar posible, donde las exigencias y las repercusiones son mayores.
Llegar hasta aquí es algo casi imposible para la mayoría de deportistas, y esto es algo a lo que no se le da mucho relieve por el común de la ciudadanía, ajena al devenir del noventa por ciento de los deportes. Hablo de las cosas buenas: las ayudas, las becas, los entrenamientos de altísimo nivel, los cuidados médicos, viajes pagados, etcétera…; pero también subrayo y hablo de las horas y horas y horas de entrenamiento y sacrificio, de las privaciones, de las lesiones, de la lejanía de las familias, de compatibilizar una formación o el ejercicio de una profesión con la práctica deportiva. Aunque también subrayo que nadie obliga a nadie a elevar el listón, que si uno decide una práctica deportiva de más alto nivel, bien sabe que está llamado a un más alto nivel de exigencia física y mental. 
Sin embargo, para el ciudadano alejado de este mundo, todo se reduce al éxito del pódium. Nada más cuenta. No alcanzar la medalla es un fracaso, cuando, en realidad, en la mayoría de los casos es una victoria sobre sí mismo y una simple derrota frente a otros a quienes era casi imposible superar.
En el fondo todo es relativo, cuando no contradictorio. Si desde los remotos tiempos de los griegos, quien vencía era considerado el héroe de su polis; ahora en que las victorias tienen repercusión global y se pueden celebrar en cualquier parte casi en el mismo instante en que se producen, esta reacción es más explicable. Por eso mismo el peligro latente de la ambición acecha, y el afán exclusivo por la victoria, empuja a la trampa, el engaño, o el sentimiento de fracaso.
En la prueba de salto de palanca a diez metros de altura (creo) el vencedor fue un norteamericano. La medalla de bronce conseguida por un británico provocó —una vez concluida la competición— que todo su equipo, con él a la cabeza, se lanzara a la piscina demostrando así la inmensa felicidad. El saltador chino que llegó hasta la medalla de plata, dos puntos por debajo del estadounidense, utilizaba una de las paredes de la instalación como literal muro de lamentaciones y llanto, sin que nadie —ni propios ni ajenos— fuera capaz de acercarse hasta él para felicitarle por su resultado.
¿Valdrían proyecciones similares para otras aficiones o pasiones distintas del deporte?
Son fáciles las comparaciones. Fáciles y precisas, muy precisas.