(Para
Ana Joyanes Romo. Microrrelato.
Basado en hechos, más que reales, cotidianos)
Basado en hechos, más que reales, cotidianos)
A las doce de la noche me torno calabacilla
a punto del desahucio.
Algunas veces procuro continuar
rodando; pero carezco de ruedas, ni siquiera cuento con algún pedículo que
pudiera funcionar como pie, pezuña, pata… Nada. Alguna madrugada me haré daño de
verdad.
El tiempo avanza
inexorable. Ella sospecha que no juega limpio.
—Seguro que se dopa —dice—.
Parece que las doce llegan antes cada día. Como si no fuera bastante con esta
limitación absurda —murmura desazonada—. Hay horas con minutos de treinta
segundos y con sólo setenta u ochenta centésimas. —A tanto llega la desesperación que farfulla—:
Tiene un pacto con Cronos, estoy segura… Así es imposible.
No es que mi Cenicienta esté
quieta durante el baile, esperando de brazos cruzados a que el príncipe se fije
en ella. Sabe que si actuase con tal desidia (acaso orgullo) todo sería
imposible, pues en este baile cotidiano las bellezas simpáticas, inteligentes y
originales abundan.
Bien lo sabe ella.
Cuando la acerco al baile cada
tarde, negocia con el hada. Pretende que le permita estar más horas cerca de las
mansiones, aunque sea antes del inicio de la fiesta.
—Quizá el príncipe acabaría
fijándose en mí —suspira.
Pero el hada es inflexible,
aunque siempre le habla con cariño, yo diría que con ternura, cosa que Cenicienta
no aprecia lo suficiente.
—Tienes desde ahora hasta
las doce, ya lo sabes. En vez de protestar, agradece que te permitan seguir
acudiendo cada día. Tendrás que ser más inteligente y más constante, tendrás
que saber cómo mirar al príncipe para que él aprecie tu presencia.
Cada jornada se repite la conversación,
cada día es lo único que escucho; ya no sé nada más, porque el viaje de regreso
nunca lo hago. Siempre me quedo tirada junto a la verja de acceso, convertida
en calabaza agotada, casi desahuciada.
Alguna vez he intentado
llamar su atención para que regresase antes de la hora y hacer por una vez el
retorno como corresponde. En tal caso le diría que quizá ya ha pasado su
tiempo, que su zapato de cristal se hizo añicos; pero, repito, es una pretensión
inútil. A partir de las doce de la noche, aunque me arrastre por este camino de
piedras que me torturan, sólo veo cómo Cenicienta corre y corre, a veces
envuelta en llanto, a veces con ganas de gritar, siempre descalza. Llegará
desolada a su casa; quizá tarde en conciliar el sueño, pero sus hermanastras,
en silencio, ya le han preparado las tareas que antes de las siete de la mañana
tiene que empezar a ejecutar o, de lo contrario, ni siquiera tendrá derecho al
baile diario, aunque concluya demasiado temprano: a las doce de la noche.