Cómplices

Viernes, 24 de agosto de 2012


Hay momentos, cuya duración no se puede medir aplicando criterio humano, en que conviene más el silencio. No se trata este silencio necesario de una inacción perezosa, ni viene provocado por una acidia del alma (ni del ánima, ni del ánimo). Quizá pudiera parecer lo contrario, pero el silencio al que aludo, provoca la misma extenuación que cualquier frenesí, porque se trata de hacerme todo escucha, como radar dispuesto a intentar captar hasta el latido de las alas quietas de un insecto. Es, pues, un silencio que contempla y que, por ello, requiere del concurso de cada una de mis potencias, por frágiles que sean.
Hay momentos en que importa más, dejarse hacer que hacer, porque para poder entregar algo, primero es imprescindible tenerlo, y para poseerlo es necesario haberlo encontrado, o haber encontrado el modo de entregarlo. (A veces sucede que uno posee lo que busca, pero si no acierta a darlo, no lo tiene). Dando por cierto que sólo halla quien busca, no es menos cierto que la pesquisa es eficaz cuando cada sentido está pendiente del hallazgo.
[También es posible —pero esto forma parte del proceso de búsqueda y de la atenta escucha— que no haya nada más, que se haya agotado mi tiempo. Es posible, aunque intuyo que no probable, pero es menester prever cualquier posibilidad por muy improbable que parezca].
En fin, quizá perciba a lo lejos el murmurio de la fuente, pero necesito adentrarme en el sendero correcto que desemboque en su manadero, o de lo contrario, aunque no esté lejos, mis pasos sólo serán un cazcaleo sin brújula, sin tino. Es noche cerrada, apretada. Sé que camino al borde del cantil y más que nunca preciso no errar la dirección de mis pasos, para que, al fin, mis ojos vean su mirada.