Fue
hablar de la perdurabilidad del verano, a pesar de la entrada del otoño, para
que éste —quizá molesto por ese comentario que debió entender como un ninguneo—
se haya hecho presente con todo el vigor y contundencia de los conversos, como
si quisiera llevarse por delante cualquier huella del estío.
Sin
embargo —y a pesar de todo—, hay razones para no caer en el desánimo, aunque la
latencia del sufrimiento esté muy presente cada día, cada instante.
Este
tiempo que, ciertamente, empuja hacia la melancolía, también ayuda a que uno
tienda a refugiarse en su interior. Serán, si otras circunstancias no lo
impiden, unos meses propicios para centrarse, para el trabajo sosegado, para
continuar paseando por los escondidos rincones que a uno le corresponden.
Fuera,
entre tanto, el viento provoca una danza desenfrenada en los árboles, que se
agitan. Y no sólo hablo del fenómeno meteorológico que ahora mismo contemplan
mis ojos, mientras tecleo. Demasiados vendavales convierten a estos días en
jornadas desapacibles, acerbas. Como si algunos —sobrepasados por las
circunstancias— hubieran determinado una alocada y desventurada carrera hacia
el precipicio.
Mejor
dejarlo aquí. Esperemos que el aire se serene.