Cómplices

Lunes, 10 de septiembre de 2012

La verdadera libertad de expresión es aquella que nace de la libertad de pensamiento, porque si el pensamiento es esclavo o está ciego, de poco sirve poder decir lo que fuere en el momento que se desee. La verdadera paz es la que nace de la justicia (cuyo cimiento es la igualdad de oportunidades), porque en caso contrario se parecería mucho al imperturbable latido de un cementerio.
Estas perogrulladas, sin embargo, parece necesario recordarlas de vez en cuando, porque, acaso, el modo más sutil de ejercer la censura —sin duda el más eficaz—, sea abortar la posibilidad de crítica desde su origen, es decir, impedir que se puedan usar las armas de la razón para ir llegando a las conclusiones personales. No hay mejor idea censurada que aquella que no ha brotado. Y no hay manera más pronta de llegar a la paz, que obtener el silencio, o en su defecto, una sola opinión, a ser posible sin matices: una opinión sólida, nítida, arrogante como una montaña, una especie de común destino, una verdad inamovible, indiscutible, eterna.
Para no pocos educar debería seguir siendo instruir. Algunos, quizá abrumados por el peso de tal vocablo, que posee connotación decimonónica, van más lejos y admitirían o equipararían los términos educar y formar. Más allá de las conclusiones que implica tal palabra, pisarían un terreno pantanoso que podría causarles problemas.
Es evidente que el modelo al que aspiran quienes ostentan el poder legítimamente adquirido en las urnas [aunque su ejercicio sea poco legítimo, por cuanto el contrato que firmaron con el electorado no lo están cumpliendo], tiene que ver con la instrucción, acaso con la formación. Poco que ver con la educación. O nada.
Preparar personas libres, capaces de analizar con hondura la realidad —lo que comúnmente se entiende por realidad— e intentar llegar a conclusiones sensatas tras ese análisis que consigan alcanzar más altas cotas de justicia en aras a esa paz absoluta, no interesa… O, mejor dicho, no interesa que se generalice.
Interesan los resultados. Una educación de carácter conductista en la que priman las respuestas correctas sobre los análisis certeros.
Mi profesor de primero de Pedagogía, me enseñó que una de las acepciones de la palabra educar [e-ducare] tenía que ver con la idea de extraer aquello que de algún modo ya estaba dentro.
También tuve un profesor de matemáticas que me enseñó que a él los resultados del problema le interesaban poco. Él se leía los pasos dados hasta alcanzar esa conclusión. Le interesaba, en fin, el proceso que habíamos seguido para llegar hasta ahí. Obviamente no era lo mismo fallar en el resultado final que no hacerlo, pero si el camino seguido para alcanzar semejante desembocadura era atinado, había más de un noventa y ocho por ciento de posibilidades de no errar tampoco en el último escalón.
De algún modo, pues, educar es preguntar, sembrar dudas, proponer un dilema, incitar a emprender un camino o proceso que parte del propio interior del individuo. En fin, lo mismo que los viejos filósofos griegos hacían en el ágora, o aquello que con tanta sutileza poética se dice de los maestros orientales. Este camino, acaso nunca se emprendió en serio, pero quizá se avanzaba hacia él. Sin embargo todo esto ha empezado hoy a derrumbarse.
Al mismo tiempo que aumenta el número de alumnos en la educación básica, disminuye el profesorado que ha de servir de guía a los alumnos y se ha de esforzar con ellos día a día para que adquieran esas herramientas necesarias que deberían conducir a un individuo formado, libre y solidario con su sociedad. Al mismo tiempo que aumenta el número de alumnos, se eleva el IVA del material escolar (pero no se grava más la adquisición de productos de lujo). Al mismo tiempo que aumenta el número de alumnos, los padres son quienes tienen que financiar (o cofinanciar) comedores escolares, programas que concilian la vida familiar con la laboral. Por si ello fuera poco, en el otro extremo del sistema educativo (o sea la Universidad) asistimos a un incremento en el precio de las tasas universitarias, a la par que una disminución en las ayudas, porque mayores exigencias es otro modo de disminuir la ayuda.
El camino, pues, es evidente y está trazado: aquellas familias con menos posibilidades económicas tienen más difícil, cuando no imposible, acceder a la educación de calidad. Sólo quien posea de recursos económicos suficientes podrá completar el itinerario sin mayores contratiempos que el esfuerzo del alumno, y la dosis de suerte precisa para superar las dificultades habituales de todo el proceso.
En mi momento (justo al principio de la década de los ochenta del pasado siglo), no pude estudiar lo que de verdad deseaba, porque la disponibilidad económica de mi familia lo impedía. Se me dirá que esa fue la condición de no pocos españoles de entonces. Y así lo reconozco, y no me quejo ni me quejaré, pues sólo fue decisión mía no haber intentado continuar aquel camino unos pocos años más tarde, como otros hicieron. Sin embargo, esta sociedad, en los años siguientes (inmediatamente después) luchó por lograr esas mejoras, por intentar que la igualdad de oportunidades fuese algo más que un hermoso sintagma nominal inserto en la Declaración de los Derechos Humanos.
Durante unos lustros —pongamos que siete— se ha vivido un sueño. El sueño ha terminado. Las viejas oligarquías han aprovechado, no la realidad, sino una coyuntura precisa y discutible, para cercenar todo lo anteriormente logrado. Con una torpísima excusa han defenestrado más de treinta años de logros. A mi modo de ver, sólo hay una razón, y no es precisamente la económica. No interesa tanta preparación, horroriza la libertad de pensamiento, asusta la posibilidad de alcanzar una elevada capacidad de recursos cognoscitivos por parte de la mayoría de los ciudadanos. A medio plazo, como mucho, eso es un peligro evidente que haría tambalear sus privilegios de clase.
A cambio, eso sí, se crean una determinada batería de consignas que cumplen la máxima de hacerse realidad por su machacona repetición. [Me refiero a cuestiones como la herencia recibida, o la realidad desconocida y terriblemente cruel que impide poner en práctica lo prometido. De paso ya tenemos confeccionado el próximo programa electoral].
Se abarata el despido, no principalmente porque las empresas pierdan dinero, sino porque la mano de obra, además de barata, será dócil, incluso servil. Ya no hace falta el viejo yugo que uncía los pescuezos, la amenaza del despido es suficiente cadena. Pero si, además, la mano de obra no tiene educación sino formación —y mejor aún si sólo poseyera instrucción básica—, el grado de docilidad y servilismo llegaría a cotas edénicas para ellos.
El camino está trazado —acaso por acumulación de casualidades sucesivas, de contingencias que se producen en el devenir de los acontecimiento— en la misma dirección.
Lo he señalado en más de una ocasión y lo seguiré repitiendo. El entramado está claro. Y la piedra clave de este edificio que se construye para eternizar el reparto de papeles, no es otra que la educación. Conseguir que disminuya el porcentaje de ciudadanos que acceden a sus niveles más altos es la consigna. Por ello, a las trabas inherentes al aprendizaje que tienen que ver con la motivación individual, la ordenación del propio sistema, el esfuerzo personal necesario para alcanzar una determinada meta, etcétera, etcétera, se vuelven a añadir las antañonas taras de los elevados costes económicos y de la masificación del alumnado, lo que ataca directamente a los que menos tienen (menos dinero y menos capacidad, porque el profesor no podrá atender a todos los alumnos del mismo modo). 
Algunos ni siquiera se callan por decoro o prudencia; de este modo se convierten en prueba de que mi intuición no es muy descabalada. Hablan abiertamente de una educación para la excelencia, lo que sólo es posible para quien pueda costear semejante inversión. Otros, en tono más obsceno y provocador, desde la prensa, hablan de mugre social, refiriéndose a los pobres que lamentamos la subida del IVA en cuestiones tales como el material escolar.
No hace tanto —y una ojeada a textos de hace menos de un siglo lo corroborará—, estudiar, más allá de aprender a descifrar las letras y valerse con las famosas cuatro reglas, era cosa de ricos o de alguna excepcional lumbrera, una poderosa fuerza de la naturaleza que destellaba por sí sola deslumbrando a algún maestro. Dicho de otro modo, estudiar sólo era posible para las elites del poder que, de este modo, perpetuaban su posición sin un ápice de riesgo. Estudiar y educarse para el común de la ciudadanía siempre ha sido una pretensión poco razonable, algo propio de pérfidos protestantes y peligrosos satánicos cuyas pretensiones son más bien oscuras, poco confesables.
Por si todo fuera poco, podemos estar todos felices y tranquilos. El llamado Eurovegas se instalará en España. La derecha más tradicionalista, que no pierde oportunidad de besar anillos episcopales, ha bendecido semejante inversión, que, además de traer trabajo a precio de esclavo, traerá un poco de opio para parte de ese pueblo que no se conforme con toros y fútbol. Lo dicho, el camino hacia la contemporánea esclavitud del siglo XXI, está poniendo sus primeras piedras.
Se me acusará de hiperbólico, desmesurado y agorero.

Ojalá que quien así me tilde, acierte. Si normalmente no me preocupa lo más mínimo tener que rectificar una opinión errada, en este caso, además, sería feliz haciéndolo.