Tiendo a pensar que el
mejor modo para acercarse a la realidad es alejarse del instante, o, al menos,
tomar perspectiva suficiente de ese momento inmediato que, salvo contadísimas
excepciones, será tragado por las fauces del olvido.
Sin embargo, en determinadas ocasiones, parece que ese instante es
tan poderoso como la fuerza de la gravedad, y se hace imposible siquiera
levitar unos metros sobre su superficie, para intentar comprender el verdadero
fondo de la cuestión. Quizá sean esos los tiempos que llamamos históricos,
exagerando su trascendencia. Pero hay árboles tan rotundos que siempre tapan el
bosque, por más que uno se repita cientos de veces que es mejor no dejarse
cegar.
A veces tengo la impresión de que mis palabras se cargan de tintes
melodramáticos que nada o poco tienen que ver con cuanto sucede de verdad, con
cuanto importa en la vida. Pero no dejo de sentir la amenaza, el dolor, el
sufrimiento.
Jornadas como la de ayer —ese vendaval que recorrió España, no
sólo en lo meteorológico— me llenan de desasosiego. Muchos hay que se enfrascan
en la batalla —de momento dialéctica, y que de ahí no pase— y con esta
determinación consiguen, al menos, hacer algo. Por mi parte opino que caminamos
irremediablemente hacia un abismo. No sé si durante la caída habrá algo sólido
a lo que aferrarnos, o si su profundidad no es tanta como ahora me parece.
Quizá, en el peor de los casos, no quedarán muchos cadáveres por el camino.
Sigo creyendo que los poderosos han trazado este itinerario hace
tiempo. A pesar de lo que algunos sesudos comentaristas opinen, no hay
demasiada improvisación. Sólo la perspectiva del futuro que contemple este
presente de hoy cuando ya sea un pasado muy pretérito, dará o quitará razones.
El verdadero objetivo de quienes pilotan este planeta hacia la
perdición es nuestra conversión en esclavos del siglo veintiuno. No habrá yugos
físicos, ni cadenas aferradas a tobillos, o flagelos desgarrando espaldas. No
habrá tanto hacinamiento. Oficialmente nunca nos consideran seres poco
inferiores a la verdadera humanidad.
A cambio de darnos
trabajo y un salario indigno, aunque relativamente suficiente, pretenden
nuestra sumisión silenciosa y acrítica. [Casi en estos precisos minutos en que
esto anoto, el señor Rajoy acaba de alabar la mayoría silenciosa de la
ciudadanía que no se manifiesta. El subconsciente siempre les delata.]
El nivel de nuestro bienestar asumible por ellos (sólo porque así
lo necesitan) consiste en mantenernos sanos y satisfechos en lo primario
durante nuestra vida útil
[Nada nuevo
bajo el sol: Esaú, vendió su primogenitura a cambio del famoso plato de
lentejas].
Es decir, para
que seamos mano de obra productiva, eficaz y rentable, procurarán un simulacro
de libertad que, en realidad, será un pensamiento dirigido, hipnótico y
manipulador; procurarán que nuestros instintos queden cubiertos (nunca
saciados, pues eso nos tornaría perezosos e indolentes); llenarán nuestro ocio
(el estricto tiempo para recuperar las energías) con aquellas actividades o
pasatiempos que menos esfuerzo mental necesiten, pues el cerebro es el único de
nuestros órganos que desean atrofiado e inactivo. Para todo ello han de
educarnos, sí, pero no, como los ilusos pretendemos, en el pensamiento libre,
crítico, responsable, activo, creativo, respetuoso, dialogante y plural, sino
en el esfuerzo, el sacrificio, la eficiencia, la jerarquía, el orden, las
normas, la obediencia… Sin embargo no son tan torpes como para mostrar tal intención
a las claras, sino que ocultarán o enmascararán sus pretensiones bajo palabras
grandes, palabras que alguna vez tuvieron significados realmente hermosos y
útiles y que ellos —y los antepasados de su ralea—, prostituyeron hace siglos:
patrias, banderas, familia, amor, religión, dios… No quieren —cada vez menos—
ciudadanos libres, sino adhesiones irracionales.
Es posible —no tengo ánimos para discutirlo, ni siquiera conmigo
mismo— que siempre haya sido así. Es posible que el camino hacia la verdadera
humanidad soñada por quienes de entre nosotros imaginaron más, mejor y más
lejos, sea un camino empedrado por cadáveres que fueron regando con su sangre
el trazado que avanza y avanza. Es posible que cada paso colectivo engendre
muchos sufrimientos individuales. Sí, todo es posible. Sin embargo, a mí me
toca respirar el aire de este siglo, de este paisaje concreto del planeta.
Y yo, —hipermétrope hasta en mis sueños—, me niego a vivir en un
lugar donde pensar sea considerado un arma, o donde manifestarse se convierta en atentado contra la nación, o que sea un delito pretender que nuestros
representantes (¿alguien recuerda que —en teoría— los políticos nos
representan?) intenten abandonar un poco las consignas de sus partidos y miren
a cuantos ya no llegan a fin de mes, ya no pueden aspirar a trabajar en aquello
para lo que fueron formados, ya no pueden acceder a las universidades, ya no
pueden pagarse todas las medicinas, ya no pueden acudir a ciertos médicos… Al
final, ellos mismos —nuestros supuestos representantes, digo— van a conseguir
hacer cierto uno de los lemas más coreados en los últimos tiempos: No,
no nos representan.
Probablemente haya carga de retórica y demagogia entre algunos de
quienes son más valientes y pueden acercarse hasta el Palacio del Congreso de
los diputados; sin embargo, creo que su discurso, por más que parezca
desvertebrado, está muy cerca de la verdad y de la razón y del curso de la
historia, que la hipócrita retórica de quienes pretenden mantener su poltrona,
se enriquecen a costa del erario público, se protegen con armas, y sólo se
deben a las órdenes de sus partidos que, a su vez, son irrisorias marionetas
descerebradas de otros, a quienes les deben su supervivencia.
Elevar la mirada para contemplar otros paisajes más o menos
próximos, no mejora la perspectiva, sino que en muchos casos la empeora. Y el
llamado norte desarrollado de Europa no es, precisamente, un paradigma que me
ilusione.
Quizá aún tengamos una baza, incluso una ventaja: nuestra vieja
cultura está bien curtida en esta pelea. Acaso esta pelea sea la única y
verdadera batalla de nuestra historia. Es verdad que hemos errado en muchas
ocasiones, en muchas otras hemos sido inconsecuentes, pero esta cultura — por
suerte tan vieja, tan heterogénea y tan impura— engendró buena parte de lo
mejor que atesora el género humano.
Nuestro desasosiego de hoy, será contemplado mañana (¿cuándo será
mañana?) con agradecimiento por algunos de quienes nos prosigan. Quizá nosotros
todavía tengamos que hundirnos más en la desesperación, pero, al menos, que la
historia sirva para recordarnos que la justicia, la verdad y la libertad,
acaban por crecer, ahondarse y avanzar.
Ahora mismo escucho el inicio de la ‘Oda a la alegría’ de
Beethoven; una casualidad, sí, pero aquí, dentro mi cabeza, resuenan sus notas
como subrayando con su poderosa energía lo que escribo.