Cómplices

Miércoles, 26 de septiembre de 2012


Tiendo a pensar que el mejor modo para acercarse a la realidad es alejarse del instante, o, al menos, tomar perspectiva suficiente de ese momento inmediato que, salvo contadísimas excepciones, será tragado por las fauces del olvido.
Sin embargo, en determinadas ocasiones, parece que ese instante es tan poderoso como la fuerza de la gravedad, y se hace imposible siquiera levitar unos metros sobre su superficie, para intentar comprender el verdadero fondo de la cuestión. Quizá sean esos los tiempos que llamamos históricos, exagerando su trascendencia. Pero hay árboles tan rotundos que siempre tapan el bosque, por más que uno se repita cientos de veces que es mejor no dejarse cegar.
A veces tengo la impresión de que mis palabras se cargan de tintes melodramáticos que nada o poco tienen que ver con cuanto sucede de verdad, con cuanto importa en la vida. Pero no dejo de sentir la amenaza, el dolor, el sufrimiento.
Jornadas como la de ayer —ese vendaval que recorrió España, no sólo en lo meteorológico— me llenan de desasosiego. Muchos hay que se enfrascan en la batalla —de momento dialéctica, y que de ahí no pase— y con esta determinación consiguen, al menos, hacer algo. Por mi parte opino que caminamos irremediablemente hacia un abismo. No sé si durante la caída habrá algo sólido a lo que aferrarnos, o si su profundidad no es tanta como ahora me parece. Quizá, en el peor de los casos, no quedarán muchos cadáveres por el camino.
Sigo creyendo que los poderosos han trazado este itinerario hace tiempo. A pesar de lo que algunos sesudos comentaristas opinen, no hay demasiada improvisación. Sólo la perspectiva del futuro que contemple este presente de hoy cuando ya sea un pasado muy pretérito, dará o quitará razones.
El verdadero objetivo de quienes pilotan este planeta hacia la perdición es nuestra conversión en esclavos del siglo veintiuno. No habrá yugos físicos, ni cadenas aferradas a tobillos, o flagelos desgarrando espaldas. No habrá tanto hacinamiento. Oficialmente nunca nos consideran seres poco inferiores a la verdadera humanidad.
A cambio de darnos trabajo y un salario indigno, aunque relativamente suficiente, pretenden nuestra sumisión silenciosa y acrítica. [Casi en estos precisos minutos en que esto anoto, el señor Rajoy acaba de alabar la mayoría silenciosa de la ciudadanía que no se manifiesta. El subconsciente siempre les delata.]
El nivel de nuestro bienestar asumible por ellos (sólo porque así lo necesitan) consiste en mantenernos sanos y satisfechos en lo primario durante nuestra vida útil
[Nada nuevo bajo el sol: Esaú, vendió su primogenitura a cambio del famoso plato de lentejas].
Es decir, para que seamos mano de obra productiva, eficaz y rentable, procurarán un simulacro de libertad que, en realidad, será un pensamiento dirigido, hipnótico y manipulador; procurarán que nuestros instintos queden cubiertos (nunca saciados, pues eso nos tornaría perezosos e indolentes); llenarán nuestro ocio (el estricto tiempo para recuperar las energías) con aquellas actividades o pasatiempos que menos esfuerzo mental necesiten, pues el cerebro es el único de nuestros órganos que desean atrofiado e inactivo. Para todo ello han de educarnos, sí, pero no, como los ilusos pretendemos, en el pensamiento libre, crítico, responsable, activo, creativo, respetuoso, dialogante y plural, sino en el esfuerzo, el sacrificio, la eficiencia, la jerarquía, el orden, las normas, la obediencia… Sin embargo no son tan torpes como para mostrar tal intención a las claras, sino que ocultarán o enmascararán sus pretensiones bajo palabras grandes, palabras que alguna vez tuvieron significados realmente hermosos y útiles y que ellos —y los antepasados de su ralea—, prostituyeron hace siglos: patrias, banderas, familia, amor, religión, dios… No quieren —cada vez menos— ciudadanos libres, sino adhesiones irracionales.
Es posible —no tengo ánimos para discutirlo, ni siquiera conmigo mismo— que siempre haya sido así. Es posible que el camino hacia la verdadera humanidad soñada por quienes de entre nosotros imaginaron más, mejor y más lejos, sea un camino empedrado por cadáveres que fueron regando con su sangre el trazado que avanza y avanza. Es posible que cada paso colectivo engendre muchos sufrimientos individuales. Sí, todo es posible. Sin embargo, a mí me toca respirar el aire de este siglo, de este paisaje concreto del planeta.
Y yo, —hipermétrope hasta en mis sueños—, me niego a vivir en un lugar donde pensar sea considerado un arma, o donde manifestarse se convierta en atentado contra la nación, o que sea un delito pretender que nuestros representantes (¿alguien recuerda que —en teoría— los políticos nos representan?) intenten abandonar un poco las consignas de sus partidos y miren a cuantos ya no llegan a fin de mes, ya no pueden aspirar a trabajar en aquello para lo que fueron formados, ya no pueden acceder a las universidades, ya no pueden pagarse todas las medicinas, ya no pueden acudir a ciertos médicos… Al final, ellos mismos —nuestros supuestos representantes, digo— van a conseguir hacer cierto uno de los lemas más coreados en los últimos tiempos: No, no nos representan.
Probablemente haya carga de retórica y demagogia entre algunos de quienes son más valientes y pueden acercarse hasta el Palacio del Congreso de los diputados; sin embargo, creo que su discurso, por más que parezca desvertebrado, está muy cerca de la verdad y de la razón y del curso de la historia, que la hipócrita retórica de quienes pretenden mantener su poltrona, se enriquecen a costa del erario público, se protegen con armas, y sólo se deben a las órdenes de sus partidos que, a su vez, son irrisorias marionetas descerebradas de otros, a quienes les deben su supervivencia.
Elevar la mirada para contemplar otros paisajes más o menos próximos, no mejora la perspectiva, sino que en muchos casos la empeora. Y el llamado norte desarrollado de Europa no es, precisamente, un paradigma que me ilusione.
Quizá aún tengamos una baza, incluso una ventaja: nuestra vieja cultura está bien curtida en esta pelea. Acaso esta pelea sea la única y verdadera batalla de nuestra historia. Es verdad que hemos errado en muchas ocasiones, en muchas otras hemos sido inconsecuentes, pero esta cultura — por suerte tan vieja, tan heterogénea y tan impura— engendró buena parte de lo mejor que atesora el género humano.
Nuestro desasosiego de hoy, será contemplado mañana (¿cuándo será mañana?) con agradecimiento por algunos de quienes nos prosigan. Quizá nosotros todavía tengamos que hundirnos más en la desesperación, pero, al menos, que la historia sirva para recordarnos que la justicia, la verdad y la libertad, acaban por crecer, ahondarse y avanzar.
Ahora mismo escucho el inicio de la ‘Oda a la alegría’ de Beethoven; una casualidad, sí, pero aquí, dentro mi cabeza, resuenan sus notas como subrayando con su poderosa energía lo que escribo.