Cómplices

Viernes, 14 de septiembre de 2012


Pareciera que los mensajes subyacentes en los acontecimientos de esta semana, vienen a plantear el mismo dilema de fondo, y nacen de una situación muy similar.
A veces uno tiene la penosa sensación de estar perdiendo siempre, de empobrecerse un poco más (me refiero a lo que importa, no a cuestiones económicas, y menos aún financieras), porque siente que le desgarran parte de lo esencial para sí mismo. Algo así como si me amputaran una mano o un pie. Y sin embargo a nadie he oído aún hablar de esto: el empobrecimiento que supone la división, el enfrentamiento. Siempre he pensado que el verdadero progreso de la humanidad se produce en los momentos en que crece la mezcla, los mestizajes, el diálogo, el cruce de conocimientos. Todo lo excesivamente puro, ortodoxo, singular, único, auténtico…, me produce el tufo podrido de la tiranía, el terror, la esclavitud, el miedo, el dolor…
En algunos círculos poco estimados por los mass media se lleva hablando varios años de cuestiones que dan miedo. Si se tiene presente ese dato, y, además, se usa como una clave para interpretar algunos gestos o sucesos en apariencia deshilvanados y ajenos al orden o al equilibrio, de pronto empiezan a cobrar un sentido insospechado.
Un amigo suele repetirme que es mejor no atribuir a la maldad, lo que se puede explicar desde la tontería o desde la ignorancia. Mi deseo más ferviente es que sea esa la única razón de estos incendios que me afectan —aunque en ambos casos estén tan lejos de mi cotidianidad, en apariencia—. 
Sin embargo, durante demasiado tiempo se camina hacia la misma dirección, acaso más despacio de lo que los más impacientes desearían. Si estos desvaríos tan demenciales fueran fruto de la imbecilidad de algunos, habría alguno que apuntara hacia otro camino, no hacia el del miedo, la división, la ofensa, el enfrentamiento, la provocación…
Cuando se invocan sentimientos tan hondos en el ser humano —tan hondos que se confunden, o casi, con los instintos— como dios o patria, religión o bandera, para provocar el enfrentamiento, es que se está intentando despertar la más profunda de tales inclinaciones naturales: la de supervivencia. Si para sobrevivir yo (o una tribu, o una fe) he de eliminar a quien pretende aniquilarme (o a la otra tribu, o a la otra fe), lo haré sin reparos. Es muy simple: su vida o la mía. Cuando se provoca al dinosaurio que aún permanece a nuestros pies mientras dormimos, no se hace gratuita o altruistamente.
Nunca en la historia del género humano se han producido estas reacciones porque sí, en estado puro. Igual que el número de incendios forestales debidos a causas naturales son mínimos, y, además, suele ser menos difícil y costosa su extinción, así son los enfrentamientos entre diferentes grupos humanos: en más de un noventa y cinco por ciento son provocados bien por negligencia, bien conscientemente. Cuanto más consciente, más dañino.
Cuando se atiza el odio, el fanatismo, la intolerancia, el sentimiento de ofensa, se está buscando algo que poco o nada tiene que ver con la defensa de una creencia o de un territorio.
Invocar la ofensa a una religión y que alguien crea que se habla de dios (de cualquier dios) es una simpleza de categoría cósmica. Invocar una patria (cualquier patria) y que alguien crea que se habla de libertad, suele tener las mismas dimensiones.
Por el contrario, suele ocurrir que quien de verdad pretende acercarse a dios —a cualquier dios— tiende a abrazarse al resto de congéneres sin preguntar cuál es su plegaria, si es que hay plegaria; del mismo modo, quien de verdad busca la libertad y el crecimiento de su nación, suele derribar muros y fronteras, pues a la postre, quienes importan —en ambos casos— son los individuos, no el gesto de sus manos para invocar a la divinidad o el modo en que su boca diga libertad, justicia y paz.