Para Javier Sánchez Menéndez
Estoy escribiendo un poema larguísimo. Empecé hace un
par de días y quizá no lo termine nunca, o lo rompa, o simplemente lo disuelva
en agua, agua de borrajas.
No sé por qué es tan largo, ni siquiera sé por qué es tan malo;
pero necesitaba vomitar o defecar o esputar tanto dolor acumulado en estos años.
¿Por qué escribir? ¿Para qué escribir? ¿Por qué leer? ¿Para qué
leer?
Nada de ello es necesario para vivir. Muchos dirían incluso que se
viviría mejor sin tanta ruido alrededor. El silencio. La mudez. La quietud.
Mientras un hombre volaba hasta los treinta y nueve mil metros de
altura, yo estaba acostado. A oscuras. Sólo hablaba mi espalda, ese dolor que
ha vuelto después de tantas horas matinales con el poema. ¿Será un castigo o
será el premio que recibirán mis versos inútiles? Cuando el hombre estaba a
punto de tirarse cielo abajo, me he asomado la misma ventana a la que estaba
asomada buena parte del planeta.
Y el hombre caía más deprisa que cae el sonido.
A esa velocidad un verso no se escucha.
Mejor no escribirlo.
O sí, pero callarlo.
Como dijo alguien hace poco, la mejor publicidad es el silencio.
Eso sí es una hazaña, o una metáfora.