Cómplices

Domingo, 14 de octubre de 2012

Para Javier Sánchez Menéndez
Estoy escribiendo un poema larguísimo. Empecé hace un par de días y quizá no lo termine nunca, o lo rompa, o simplemente lo disuelva en agua, agua de borrajas.
No sé por qué es tan largo, ni siquiera sé por qué es tan malo; pero necesitaba vomitar o defecar o esputar tanto dolor acumulado en estos años.
¿Por qué escribir? ¿Para qué escribir? ¿Por qué leer? ¿Para qué leer?
Nada de ello es necesario para vivir. Muchos dirían incluso que se viviría mejor sin tanta ruido alrededor. El silencio. La mudez. La quietud.
Mientras un hombre volaba hasta los treinta y nueve mil metros de altura, yo estaba acostado. A oscuras. Sólo hablaba mi espalda, ese dolor que ha vuelto después de tantas horas matinales con el poema. ¿Será un castigo o será el premio que recibirán mis versos inútiles? Cuando el hombre estaba a punto de tirarse cielo abajo, me he asomado la misma ventana a la que estaba asomada buena parte del planeta.
Y el hombre caía más deprisa que cae el sonido.
A esa velocidad un verso no se escucha.
Mejor no escribirlo.
O sí, pero callarlo.
Como dijo alguien hace poco, la mejor publicidad es el silencio. Eso sí es una hazaña, o una metáfora.