En La
Granja (repleta de visitantes), volver a la librería Farinelli, quizá
un par de años después de la última visita, es como reencontrar a un viejo
conocido a quien le han cambiado algunas cosas. No se trata de una mejoría o de
un empeoramiento. Modificaciones sutiles, simplemente.
El otoño ya se ha aposentado definitivamente en estas tierras. De
momento sólo ocupa el lugar donde resulta más hermoso: las arboledas. Allí ha
iniciado los esbozos de su obra, y al resto de sitios aún no ha llegado, como
si estuviera a la expectativa, como si anduviera perezoso. Este año en que las
cosas, sus dolores, van tan rápido, ha preferido cumplir con su tarea más
lentamente, más poco a poco, con cierta indulgencia. En La Granja,
rodeada de árboles y habitualmente de temperaturas bajas, se agradece todavía
más, porque al estar aún alejado el frío de nuestras carnes, uno tiene la
sensación de adentrarse en una postal, como si caminara por la belleza y, al
mismo tiempo, obviara todo lo áspero que a veces la acompaña.
Y como ocurre con el otoño, Farinelli ha aumentado más aún
los matices, que antes eran ya muchos. Aunque los best-seller tengan su lugar,
e incluso se vean más que otros títulos (lo cual no sólo es lícito, sino
lógico, ya que uno supone que el librero no se alimenta de papel), no viven
solitarios y arrogantes, exclusivos. Comparten territorio (casa de dos plantas
convertida en librería) con títulos menos conocidos o divulgados, con ediciones
más añosas que aquí, sin embargo, envejecen más despacio. Uno, acaso un poco
sonriente, confirma de nuevo que esos títulos bombardeados por las campañas
publicitarias, no son tanto e intuye que algunos se añejarán antes que muchos
de los otros, incluso aunque los otros no se vendan. Por allí, como distraídos,
como asomados a la ventana que da al callejón menos principal y más oscuro, los
cinco ejemplares de Cuentos de Euritmia que hace unos tres años
deposité. Siguen los cinco, probablemente intactos, abrazados, casi sin fisuras.
Al salir de la arboleda de los libros, ya estaba el ocaso amasando
su tarea y la luz del poniente, disfrazada de melocotón, rodaba entre nubarrones
de luto, un poco hoscos, camino de una cresta, con vocación de ara gigante,
donde debatían frío y lluvia, o eso supuse, pues había un aire de indecisión en
el cielo, como de controversia. Ella, la luz, tenía prisa por participar en el
diálogo; creo que presentaba una moción en la que solicitaba una prórroga de
permanencia. Intuyo que diría que en este país andamos un poco demasiado
cabizbajos y cariacontecidos y no nos merecemos que las lágrimas de fuera, se
fundan ya con las de dentro y produzcan una epidemia de melancolía
incontrolable.
Ahora, contemplando este albear de sábado, creo que sus argumentos
fueron convincentes, porque —aunque con la piel mucho más fría— ella, la luz,
reina sin oposición, atareada en la labor muda con la que se afana: vestir para
una fiesta las arboledas del hemisferio norte.