Escuchar a determinados
escritores decir las cosas que uno siente, dice y repite de un modo u otro,
reconforta el ánimo y provoca la sensación de que el norte no se
ha perdido. O no se ha perdido del todo.
Saberse y sentirse
gota de un río inmenso, saberse y sentirse precedido por cientos de miles, saber
y sentir que será seguido por muchos más, saber y sentir que es acompañado por
millones, es la primera lección que debería aprenderse, y practicarse. Saber que
la literatura tiene que ver sólo en parte con escribir, que una cosa es
escribir libros y otra escribir literatura, es el segundo tema de la asignatura. Constatar que la literatura tiene más
que ver con el modo en que se dice, y la atención que el escritor ponga en
atender cuanto pasa en lo más profundo del ser humano, y no tanto en producir
historias como quien fabrica flores de plástico, sería la tercera lección. Acaso
la cuarta es la más evidente y la que a veces más se olvida: escribir es un
proceso lento y solitario, ajeno al ruido, a la fama, al éxito. (No estoy negando
que puedan existir fama y éxito, sino que estos no son células de la literatura
y cuando aparecen, en todo caso, son posteriores al hecho de la escritura). Escribir,
en fin, tiene mucho más que ver con reescribir, con enmendar, con pulir, con
tachar, con releer, que con una supuesta ráfaga de luz que en algunas ocasiones
más que alumbrar, deslumbra.
Y es que últimamente
se confunde en exceso la literatura con el negocio del libro, cualquiera que
sea su formato. [Hoy, sin ir más lejos, me han llegado dos libros de autores
andaluces que tienen que ver con Sevilla y un tercero procedente de las islas
Canarias. En los tres casos, mucho más que el negocio —aunque sea necesario que
nadie se arruine con su oficio—, lo que prima es el deseo (el viejo deseo de
los verdaderos editores) de dar a conocer una obra al lector cuyo latido
precise de lo escrito por otro. En este caso han sido tres poemarios: Poetas canarios en El Hierro —colectivo—,
Signos cantores —Sofía Serra Giráldez—
y Lejos —Antonio Rivero Taravillo—].
Después vendrá,
cuando llegue, si llega, la arribada a la dársena de algún puerto. Importa el
viaje, el camino, el itinerario, la lucha, el proceso. A veces hay naufragios, a
veces una navegación de cabotaje se torna en aventura transoceánica, a veces las
travesías se reducen a un solo día de singladura, a veces es preciso retornar a
la bocana del propio puerto, pues algo impide iniciar la navegación… Pero todo
eso son circunstancias, no son la médula de este laboreo, no son los
surcos para los que está destinado mi arado y, por tanto, se trata de hechos
incontrolables para quien dedica sus días a este menester. Y más me valdría poner todos los medios para que lo accidental no jibarice a lo esencial,
porque entonces se corre el riesgo de caer en la desesperación destructiva y
destructora.
Esta tarde, en
la apertura del curso de La Tertulia de
los Martes Julio Llamazares ha hablado de estas cosas y de muchas más, y
uno ha salido un poco más seguro, un poco más convencido de que acaso la senda
escogida no es la peor de las posibles.