Cómplices

Domingo, 28 de octubre de 2012


Ante la luz de este amanecer —con el cambio de hora me he levantado cuando amanecía—, uno pensaría que ha retornado la primavera sonriente y luminosa; pero al abrir la ventana me he dado cuenta que se trata, en realidad, de una de esas jornadas invernales con cara de niño travieso y juguetón.
El frío es un cristal que se clava en la piel a traición, ya que después de estos meses, estaba acostumbrado a pensar que una jornada soleada es sinónimo de temperatura agradable.
Hoy, y a pesar de las apariencias, es como si fuera un anticipo de esos días de diciembre o enero tan habituales en estas tierras en que el la luz y el sol llegan hasta nosotros descendiendo por un tobogán de hielo intenso y frío sólido o como proyectiles rocosos y dañinos disparados por cañones hostiles.
Ojalá que esto sólo ocurra en lo meteorológico. Al fin y el cabo, en las postrimerías de octubre, no es excepcional esta circunstancia térmica.
Sin embargo, hay días en que me siento sin ganas, y simplemente me dejaría llevar —como si viajara en un tobogán gigante de hielo intenso y frío sólido, como si hubiera recibido el impacto de semejantes proyectiles rocosos—: no haría nada, tan sólo dejaría que los segundos pasaran sobre mí, a su ritmo, sin más.
Aunque mi rostro apareciera soleado y tranquilo, hay días en que el helor del invierno se apodera de mí, me siento derribado por una roca de ese frío sólido, áspero y acerbo. Deseo dejarlo todo. Refugiarme ante la chimenea, y adentrarme en el silencio. En el total y absoluto silencio. Mejor escuchar otras palabras que gritar las de uno. Las mías, a veces, ni a mí me interesan.