Ante la luz de este
amanecer —con el cambio de hora me he levantado cuando amanecía—, uno pensaría
que ha retornado la primavera sonriente y luminosa; pero al abrir la ventana me
he dado cuenta que se trata, en realidad, de una de esas jornadas invernales
con cara de niño travieso y juguetón.
El
frío es un cristal que se clava en la piel a traición, ya que después de estos meses,
estaba acostumbrado a pensar que una jornada soleada es sinónimo de temperatura
agradable.
Hoy,
y a pesar de las apariencias, es como si fuera un anticipo de esos días de
diciembre o enero tan habituales en estas tierras en que el la luz y el sol
llegan hasta nosotros descendiendo por un tobogán de hielo intenso y frío
sólido o como proyectiles rocosos y dañinos disparados por cañones hostiles.
Ojalá
que esto sólo ocurra en lo meteorológico. Al fin y el cabo, en las postrimerías
de octubre, no es excepcional esta circunstancia térmica.
Sin
embargo, hay días en que me siento sin ganas, y simplemente me dejaría llevar
—como si viajara en un tobogán gigante de hielo intenso y frío sólido, como si
hubiera recibido el impacto de semejantes proyectiles rocosos—: no haría nada,
tan sólo dejaría que los segundos pasaran sobre mí, a su ritmo, sin más.
Aunque
mi rostro apareciera soleado y tranquilo, hay días en que el helor del invierno
se apodera de mí, me siento derribado por una roca de ese frío sólido, áspero y
acerbo. Deseo dejarlo todo. Refugiarme ante la chimenea, y adentrarme en el
silencio. En el total y absoluto silencio. Mejor escuchar otras palabras que
gritar las de uno. Las mías, a veces, ni a mí me interesan.