Cómplices

Viernes, 26 de octubre de 2012


Contemplo las arrugas y las cicatrices que surcan mi interior y casi no me reconozco. En poco tiempo, apenas dos o tres años, aquel tipo más bien soñador y un tanto ingenuo en muchas cosas —aunque en otras hubiera dejado de serlo poco antes—, me queda lejos estrujado por el dolor que viene repartiendo sufrimiento por el procedimiento repulsivo de empobrecer a quien es más pobre.
No se trata de un dolor producido por un quebranto achacable a los dioses, o al destino, o a la conjura de los enemigos de la patria; es un dolor provocado por seres concretos, determinados, con nombres y apellidos aunque sean desconocidos para la mayoría. [Sigo sosteniendo que quienes gobiernan las naciones son apenas el filo de la espada que otros manejan con precisión, saña y sin alma].
Llevo tiempo afirmando aquí, en mis poemas, en otros escritos, en cualquier lugar y de muchos modos que cada vez estamos más cerca de que la resignación o la paciencia o el temor a perder algo se volatilicen. Entonces la ira tornará lanzas estas cañas.
Las noticias de hoy no invitan precisamente a pensar en sentido contrario. La confirmación estadística de lo que todos barruntamos o sabemos porque lo tenemos bien cerca, tan cerca que habita entre las paredes del propio hogar, no es más que una definición numérica de lo que tantos ya experimentamos en carne sino propia, sí casi propia, pues lo sufren quienes más queremos.
El paro, sobre todo el juvenil, va a ser el cáncer que extermine a esta sociedad. Mientras en otros países de la tierra, se permita que los seres humanos llamen trabajo a lo que entre nosotros no es más que esclavitud, a los apóstoles del neoliberalismo que impera, y a sus acólitos —incluyendo entre ellos a la tibia socialdemocracia— no les preocupará esta lenta y dolorosa agonía, este camino hacia la destrucción.
Europa desangró a muchos de los mejores de sus individuos para llegar a una conclusión: el trabajador es un ser humano con dignidad y ha de vivir en consonancia a esa dignidad, porque si los medios de producción y el capital son imprescindibles para entender el trabajo, la mano de obra es más importante aún.
El final de ese sueño se acerca, mal que nos pese. Mientras el gran capital no se dé cuenta del riesgo que corre el juego al que juega, mientras siga siendo un monstruo enloquecido y sin ojos, mientras la mayor parte del mundo entienda la mano de obra como mal menor, o subespecie del homo sapiens, la solución pasa nuevamente por la sangre... Y será la nuestra. Nunca la suya.
[Y en este punto debería referirme a la ausencia de ciertas voces, a la mudez que ocupa ciertas gargantas que, por una tradición escrita más que tetramilenaria, deberían encabezar la protesta contra explotadores y usureros].
Pero a pesar de esto que afirmo, de esta sobredosis de pesimismo que ahora destilo, algo en mi interior todavía resiste.
Tiene que haber algo que permita la salvación. Tiene que existir el mecanismo que nos conduzca hacia la salida sin que la destrucción ocupe nuestra actividad.
En estos días he leído la novela de Fulgencio Argüelles “El palacio azul de los ingenieros belgas”. Más allá de la envidia que me provoca el estilo de prosa poética con la que el autor asturiano narra, acabé el libro lleno de desasosiego, porque mucho de lo que allí se cuenta (la historia arranca pocos años antes de la revolución de 1934 en Asturias y concluye con su final sangriento) se parece a lo que hoy vivimos como se asemejan dos lágrimas entre sí.
Sin embargo quiero escarbar más hondo que los titulares de la prensa, más lejos de lo que vivo día a día en esta casa donde somos privilegiados, a pesar de los pesares, más allá del pesimismo que es el ingrediente principal de la mayoría de las conversaciones en las calles o en las tiendas o en los bares. Cualquier lugar público, y muchos hogares, parecen ágoras donde cada uno alzamos la voz para proclamar nuestro disgusto con cierto tono de rebeldía ingenua, ineficaz e inofensiva. Quiero aferrarme a la idea de que estas décadas pasadas, a pesar de haber sido tan breves respecto de otras naciones europeas, han sido suficientes para que la educación y la formación de los españoles sea el baluarte sobre el que crezca el futuro.
Quizá sólo sea el mío un ejercicio de voluntarismo ilusorio, pero me niego a rendirme. Antes de empezar a pensar en cuestiones dramáticas, drásticas y trágicas, es necesario dejarse la piel por encontrar el sendero que, al fin, nos saque de este laberinto diabólico y, a ser posible, sin que nadie se quede para siempre dentro de sus túneles inextricables.