Cómplices

Martes, 30 de octubre de 2012


La fragancia de la buena poesía le llega a uno por los caminos más insospechados. Probablemente sea necesario andar con las antenas siempre en disposición de captar la hondura sencilla, el temblor verdaderamente humano que haga que el corazón lata de un modo especial, unas veces más despacio, como adormecido ante la belleza de lo que contempla, y otras más acelerado, perseguido por una emoción radical por haber estremecido ésta nuestra raíz más honda.
Vengo de asistir al homenaje que las Veladas Poéticas han realizado a José Hierro con motivo del décimo aniversario de su fallecimiento.
Apuleyo Soto, coordinador y responsable de estas veladas, ha vuelto a traernos a Segovia a Manuel López Azorín quien ha llevado el peso del acto, como discípulo y, sobre todo, amigo del cántabro. Y Manolo, además de regalarnos algunos poemas de Hierro y suyos propios, nos ha obsequiado fundamentalmente con el recuerdo de la amistad, con el recuerdo que humaniza al poeta.
Pero como estas líneas no se corresponden a una crónica, sino que, más bien son un sentimiento, lo que me importa (además del abrazo , el cigarrillo y el café con Manolo) es que he descubierto a un poeta de los que empapan el alma sin ruido y sin alharacas. Lo cierto es que desde hace un par de años quería saber de él. Estaba tras su pista, aunque desde lejos.
David Hernández es muy joven. David Hernández no se prodiga en actos públicos, no tiene perfiles públicos en Internet, vive en un pueblecito que ni siquiera tiene Ayuntamiento, ni siquiera es pedanía, sino un barrio incorporado a un municipio situado a unos sesenta kilómetros de Segovia. David Hernández escribe poesía que llega directa a lo más hondo, sin subterfugios, casi sin afeites. Y en la mirada de David se percibe, además de la fuerza de la juventud, el deseo de aprender, cuando lo más probable es que tengamos que aprender de él.
Necesito ya leer los libros de David Hernández.