La fragancia de la buena poesía le
llega a uno por los caminos más insospechados. Probablemente sea necesario
andar con las antenas siempre en disposición de captar la hondura sencilla, el
temblor verdaderamente humano que haga que el corazón lata de un modo especial,
unas veces más despacio, como adormecido ante la belleza de lo que contempla, y
otras más acelerado, perseguido por una emoción radical por haber estremecido
ésta nuestra raíz más honda.
Vengo de asistir al
homenaje que las Veladas Poéticas han
realizado a José Hierro con motivo del décimo aniversario de su fallecimiento.
Apuleyo Soto,
coordinador y responsable de estas veladas, ha vuelto a traernos a Segovia a
Manuel López Azorín quien ha llevado el peso del acto, como discípulo y, sobre
todo, amigo del cántabro. Y Manolo, además de regalarnos algunos poemas de
Hierro y suyos propios, nos ha obsequiado fundamentalmente con el recuerdo de
la amistad, con el recuerdo que humaniza al poeta.
Pero como estas líneas
no se corresponden a una crónica, sino que, más bien son un sentimiento, lo que
me importa (además del abrazo , el cigarrillo y el café con Manolo) es que he
descubierto a un poeta de los que empapan el alma sin ruido y sin alharacas. Lo
cierto es que desde hace un par de años quería saber de él. Estaba tras su
pista, aunque desde lejos.
David Hernández es muy
joven. David Hernández no se prodiga en actos públicos, no tiene perfiles públicos
en Internet, vive en un pueblecito que ni siquiera tiene Ayuntamiento, ni
siquiera es pedanía, sino un barrio incorporado a un municipio
situado a unos sesenta kilómetros de Segovia. David Hernández escribe poesía
que llega directa a lo más hondo, sin subterfugios, casi sin afeites. Y en la mirada de David se percibe, además de la fuerza de la juventud, el deseo de aprender, cuando lo más probable es que tengamos que aprender de él.
Necesito ya leer los
libros de David Hernández.