Apenas habrá dudas
sobre el itinerario de cualquier criatura humana. Podrán establecerse
diferencias durante el paréntesis que llamamos vida, pero el resto de la frase
es idéntica en cada caso.
Sin embargo, un
número no desdeñable de estas criaturas, sólo parecen tener un afán a lo largo
de su paréntesis: enriquecerse tal que fueran dueños de la eternidad, tal que
el signo de cierre de su inciso vital no fuera a ser trazado nunca, en ninguna
parte.
Tales afanes,
en sí mismos, no son perversos: allá cada uno con el modo en que dilapida su escaso tiempo. El problema es que esa incesante actividad no es inocua, ni aséptica:
que alguien se enriquezca hasta lo obsceno siempre supone que otros han sufrido
o sufrirán carencias de tales proporciones que llegan a convertir su paréntesis
en un suspiro por lo breve, y en un infierno por la intensidad del dolor.
La riqueza ni
se crea ni se destruye, cambia de bolsillo.
Al menos
podrían tener la precaución de evitar que la miseria avance como está
avanzando, aunque sólo fuera para evitar que su desembocadura les llegue abruptamente.
El día en que
empiecen a suceder cosas, escucharemos cómo se rasgan las vestiduras, cómo
rechinan sus dientes, cómo resuenan los gritos clamando por la inviolabilidad
de la vida; pero, a pesar de que están blindando sus crímenes con leyes
durísimas (porque además de la riqueza, o por ello, atesoran el poder y legislan a su conveniencia), no va haber ley que les ampare, porque a muchos les va a dar igual
lo que les suceda, total, no tendrán nada que perder, salvo algunos días de estancia
en el infierno.