No es el verdadero
debate el que pretenden. No es el verdadero problema el que quieren vendernos o
con el que quieren entretenernos y dividirnos. Es cierto que determinadas noticias duelen,
pero los motivos de tal dolor no son los que esgrimen quienes gobiernan o
pretenden hacerlo, sino que tienen que ver con la incomprensión profunda, con
el desgarro que uno siente cuando comprende que han manipulado y manipularán
las conciencias y las razones de las personas para que sean vitales algunas
cosas que en pleno siglo XXI, considero trasnochadas.
Sin embargo es
mejor no meterse por derroteros llenos de trampas y contradicciones, porque en
esta cuestiones se mezclan sin rubor razones que sólo el corazón entiende, con
argumentos que repudia el sentimiento.
Por ello todo
es tan resbaladizo, tan delicado, tan frágil y quebradizo.
Y por ello, en
el fondo, duele más que se pretenda cercenar un proyecto usando sentimientos
tan hondos, pero que, en realidad, esconden taimadamente la realidad. Aquí sólo
se trata de dos cuestiones. Una económica: la espantada hacia el precipicio
para evitar un atolladero que tiene muy mala salida. Y dos, un modo de no
perder la silla del poder; porque determinados discursos, si no dan pasos al
frente —por muy aventurados que sean— son sólo un terrón de azúcar sumergido en
agua.
Nos quieren
vender consignas territoriales, simbólicas y diferenciales, como armas para la
división, cuando, por el contrario, debieran ser muestra de riqueza y
pluralidad.
Y no hablo de
un solo lado.
Me hastían y
repugnan por igual ambos discursos nacionalistas y patrioteros, porque en el
fondo es la muestra de la falta de horizontes y proyecto de los más totalitarios
y reaccionarios, de aquellos cuya verdadera profesión es la de prestidigitador
de ideas, ilusionista de fogueo, hipnotizador de personas de buena voluntad,
encargados de distraer la atención de lo que importa. Porque lo que importa, lo
que afecta a nuestra vida no aparece, mejor dicho, se oculta o se cercena o se
hipoteca.
Si siempre me
ha parecido grave el uso sin disimulo del “pan y circo” como estrategia política
(a pesar de los miles de años de antigüedad que tiene esta práctica), más
grave y peligroso me parece el uso escandaloso de cuestiones de identidad
nacional, para manipular de un modo soez y torticero la realidad, para apartar
del centro de nuestra voluntad la energía necesaria que nos lleve hacia el
final de la crisis.
Si es verdad —como
parece— que los políticos son considerados como el tercer problema social para
los ciudadanos, ¿por qué escuchamos su discurso que la mayor parte de las veces
no es más que un chafardeo de patio vecinal? ¿Por qué se les regala titulares, noticias de apertura o de primera plana? ¿Y si durante una semana o diez días
no apareciera en ningún medio de comunicación ninguna información política? ¿Y si cualquier acto público presidido por algún político careciera de prensa? ¿Y si ésta al recibir la correspondiente nota oficial por parte de la institución hiciese caso omiso de la misma? ¿Pararía
el mundo? ¿No será que existe un burdo comensalismo entre poder político y medios de comunicación?
Los políticos —porque
no actúan como servidores públicos, sino como sirvientes de un monstruo llamado
partido político—, además de otros asuntos que van ocupando demasiados expedientes en los juzgados, son especialistas en disparar castillos de fuegos artificiales para evitar
afrontar los problemas reales, que debería ser su única misión. Y para ello no
dudan en usar cualquier arma. Su habilidad como tiradores de espada o florete dialéctico
es mucha, sin embargo, a diferencia de los tiradores de esgrima, sus armas no
son parte del equipo deportivo, sino material sensible con alto poder de
destrucción.