Cómplices

Miércoles, 10 de octubre de 2012


No es el verdadero debate el que pretenden. No es el verdadero problema el que quieren vendernos o con el que quieren entretenernos y dividirnos. Es cierto que determinadas noticias duelen, pero los motivos de tal dolor no son los que esgrimen quienes gobiernan o pretenden hacerlo, sino que tienen que ver con la incomprensión profunda, con el desgarro que uno siente cuando comprende que han manipulado y manipularán las conciencias y las razones de las personas para que sean vitales algunas cosas que en pleno siglo XXI, considero trasnochadas.
Sin embargo es mejor no meterse por derroteros llenos de trampas y contradicciones, porque en esta cuestiones se mezclan sin rubor razones que sólo el corazón entiende, con argumentos que repudia el sentimiento.
Por ello todo es tan resbaladizo, tan delicado, tan frágil y quebradizo.
Y por ello, en el fondo, duele más que se pretenda cercenar un proyecto usando sentimientos tan hondos, pero que, en realidad, esconden taimadamente la realidad. Aquí sólo se trata de dos cuestiones. Una económica: la espantada hacia el precipicio para evitar un atolladero que tiene muy mala salida. Y dos, un modo de no perder la silla del poder; porque determinados discursos, si no dan pasos al frente —por muy aventurados que sean— son sólo un terrón de azúcar sumergido en agua.
Nos quieren vender consignas territoriales, simbólicas y diferenciales, como armas para la división, cuando, por el contrario, debieran ser muestra de riqueza y pluralidad.
Y no hablo de un solo lado.
Me hastían y repugnan por igual ambos discursos nacionalistas y patrioteros, porque en el fondo es la muestra de la falta de horizontes y proyecto de los más totalitarios y reaccionarios, de aquellos cuya verdadera profesión es la de prestidigitador de ideas, ilusionista de fogueo, hipnotizador de personas de buena voluntad, encargados de distraer la atención de lo que importa. Porque lo que importa, lo que afecta a nuestra vida no aparece, mejor dicho, se oculta o se cercena o se hipoteca.
Si siempre me ha parecido grave el uso sin disimulo del “pan y circo” como estrategia política (a pesar de los miles de años de antigüedad que tiene esta práctica), más grave y peligroso me parece el uso escandaloso de cuestiones de identidad nacional, para manipular de un modo soez y torticero la realidad, para apartar del centro de nuestra voluntad la energía necesaria que nos lleve hacia el final de la crisis.
Si es verdad —como parece— que los políticos son considerados como el tercer problema social para los ciudadanos, ¿por qué escuchamos su discurso que la mayor parte de las veces no es más que un chafardeo de patio vecinal? ¿Por qué se les regala titulares, noticias de apertura o de primera plana? ¿Y si durante una semana o diez días no apareciera en ningún medio de comunicación ninguna información política? ¿Y si cualquier acto público presidido por algún político careciera de prensa? ¿Y si ésta al recibir la correspondiente nota oficial  por parte de la institución hiciese caso omiso de la misma? ¿Pararía el mundo? ¿No será que existe un burdo comensalismo entre poder político y medios de comunicación?
Los políticos —porque no actúan como servidores públicos, sino como sirvientes de un monstruo llamado partido político—, además de otros asuntos que van ocupando demasiados expedientes en los juzgados, son especialistas en disparar castillos de fuegos artificiales para evitar afrontar los problemas reales, que debería ser su única misión. Y para ello no dudan en usar cualquier arma. Su habilidad como tiradores de espada o florete dialéctico es mucha, sin embargo, a diferencia de los tiradores de esgrima, sus armas no son parte del equipo deportivo, sino material sensible con alto poder de destrucción.