El verdadero coraje es el
del joven desnudo, corriendo de frente hacia el pelotón de policías,
perfectamente uniformados, protegidos y pertrechados, dispuestos, incluso a
golpear si fuera preciso a quien, inerme y decidido, avanza hacia ellos,
hacia sus porras ya preparadas para cumplir con su misión.
Pero más allá
del coraje individual, en este acto —no sé si meditado, o fruto de un momento
de arrebatada inspiración— grita una metáfora que explica la situación en que
nos encontramos ahora mismo en buena parte de Europa, esa parte de Europa más
pobre, menos cuadriculada, más individualista, menos egoísta: avanzamos
desprotegidos, desarmados, solos, despojados, hacia una organización que no se
detendrá ante nuestra desnudez, y que no dudará en quitarnos de en medio a
pesar de resultar inofensivos.
El sistema está
organizado para cumplir unos determinados propósitos. Cuando estos se alcanzan
sin mayores problemas, parece que la fiera es un ser pacífico, incapaz de hacer
daño a nadie. Pero cuando algo se tuerce desde su perspectiva omnívora y cruel,
el individuo comienza a verse amenazado. Es entonces cuando se da cuenta de la
catadura moral de las manos a quienes entregó su integridad, su seguridad, su
educación, su salud, su justicia… Es entonces cuando comprende que nada de ello
es así, que todo se ha pervertido, que el verdadero núcleo del sistema no son
las hermosas palabras, sino la eficacia y eficiencia productiva.
Es entonces
cuando se comprende con total nitidez que aquel que inocentemente creímos
padre, en realidad es un brutal padrastro a quien le importa un huevo y parte
de la yema del otro el sufrimiento de sus hijos, pues, a la postre, sólo somos
sus hijastros que, en realidad, estamos más cerca de la condición de siervos
que de la condición filial.
(El exabrupto,
en este caso, es innegociable).