De pronto un día de otoño, se convierte
en uno de esos días en los que resuena la melodía de las campanas invisibles de
la emoción que provoca un gesto de amistad desmesurado, allegado a uno en
silencio y por sorpresa, después de haber atravesado parte del Océano
Atlántico.
El viernes pasado estaba en casa el aviso de Correos procedente de Santa Cruz de Tenerife. No pude el sábado
acercarme a la oficina, y no me podía ni imaginar lo que estaba depositado en
alguna estantería del viejo edificio de la ciudad.
La tarde del lunes, al
fin, pude recogerlo y abrirlo y dejarme traspasar por algo muy hondo, muy
especial…, algo que sólo puede llamarse amistad. [Otro gesto más de los que se va jalonando mi existencia, por fortuna para mí]. Sólo a un verdadero
amigo (apasionado de su tarea, dicho sea de paso), se le ocurre semejante acto
que deja impresa en el corazón, tal que tatuaje nutricio, la huella de la
amistad, como han quedado impresos para siempre unos versos que nunca creí
fueran a concluir dentro de las páginas de un libro.
Han pasado casi tres días
completos, y aún siento la caricia intensa de tal gesto, un acto que sobrepasa
cualquier detalle que uno pueda agradecer. Uno queda completamente anonadado. Me doy cuenta efectivamente que ante personas así ha merecido la pena
todo; más aún, vuelvo a confirmar que lo único que realmente cuenta para entender la vida es este tipo
de actitud. Probablemente sólo quien ha percibido la proximidad
del abismo definitivo conoce la verdadera geometría e intensidad del tiempo que dura nuestra travesía vital.
Quizá aprender de
estas personas fuera la única solución que resuelva los problemas a los que nos
enfrentamos, mejor dicho, los problemas que nos han creado otros, cuyo modo de
entender la vida se parece a un cadalso o a un mausoleo. Es una verdadera lástima
que el mundo no se mueva alumbrado por esta fuerza y esta luz. Es un desastre
que los acontecimientos que se nos disparan desde una realidad arrojada y áspera,
empiecen a poner por encima de las relaciones humanas otras consideraciones
que, sin remedio, se tornan barreras o muros o abismos infranqueables.
Como dice la
publicidad, hay gestos de amistad que no tienen precio. Y recibirlos a lo largo
de la existencia tiene el mismo valor, o sea impagable. Sobre todo porque se
convierten en la verdadera aguja de la brújula que debiera orientar el rumbo del
sendero.
A veces el ruido de la
desesperación empuja hacia el enfrentamiento más cruel que existe, acallando la
música esencial de la vida. Por desgracia, cada día percibo con más nitidez esa
rugido y a veces pienso que estamos demasiado cerca de repetir por enésima vez
la representación de la misma tragedia, esa tragedia sin la que este pueblo no
puede vivir desde hace tantos siglos. Una tragedia tan recurrente como
inexplicable. Una tragedia que nos lleva a la autodestrucción.
Sin embargo he tenido la
inmensa fortuna de sentarme más cerca de la orquesta donde nace la melodía que
realmente importa y me han llegado con nitidez algunas de sus frases. Luego habrá
que continuar, como los gorriones de invierno, buscando afanosamente la
subsistencia cotidiana, pero seré un gorrión que intentará repetir, aunque sea
torpemente, el sonido de lo que realmente importa, e intentaré no contribuir a
la llegada del infierno, ahora que parece que tanto se nos aproxima.