Sentía su mirada en
el cogote. Era algo físico casi tangible. Sabía que mis palabras la estaban
atrayendo, aunque no iban destinada a ella. La destinataria era otra joven que
me miraba con los ojos vestidos de ilusión y de interés.
Va a resultar
que hablar de poesía importa más de lo que parece. O al menos sorprende.
La extraña
tarde de estío en octubre, tan cálida a pesar de su languidez, no parecía
propicia para reivindicar lo que uno entiende por poesía: esa mirada en busca
de algunas esencias, esa mirada que también pretende hacer visible el dolor de
los individuos y de la especie. Pero la bullanga de los niños en el parque, el
tráfago de los coches en la avenida, el sonsonete del tiovivo del fondo, más
que ruidos que nos distrajeran, eran el mejor bajo continuo para la conversación,
porque si la poesía no bebe y bucea en la batahola de la vida, corre el riesgo
de tornarse un animal disecado, como aquellas águilas que ocupaban las alturas
de algún mueble de los cuartos de estar mientras simulaban el vuelo, siendo sólo
la efigie de la muerte demorada.
Poco antes de
irnos nosotros, se ha ido ella. Mientras maniobraba con la silla de ruedas donde
se sentaba a una mujer anciana (quizá su madre, aunque quizá sea mucho
aventurar esta hipótesis), me ha mirado con fijeza.
No he querido
parecer indiscreto. No he querido mantener mucho tiempo la mirada, ni he
encontrado la palabra adecuada para cruzar, al menos, un par de frases. Me temo
que a ella le ha sucedido lo mismo. Pero estoy casi seguro que a ella, también,
le atrae, y mucho, la poesía.