La pelea conmigo mismo —puesto que no hay nadie más
enzarzado en ella, que nadie se asuste y que todos dejen de leer aquí mismo—
por momentos se hace ardua, acaso por repetitiva y confusa. No merece la pena
repetir y repetir lo mismo tantas veces. En el fondo es una lucha
desproporcionada, porque ya se conoce su final; tanto el remoto y compartido
con el resto de los seres, como el más inmediato —aunque esa inmediatez no
tenga fecha concreta—. Un final que no habla de derrotas o fracasos, quizá sí
de frustraciones; pero, por más que me invente argumentos de todo tipo, a la
postre se trata de la consumación irremediable de la lógica. Cualquier otro
epílogo podría asomarse a la categoría de lo azaroso, por no decir milagroso.
¿Cómo calificar que un río cambie el rumbo del agua curso arriba?
Aproximadamente hace ocho o nueve años me reté a mí mismo en
singular batalla, una de cuyas reglas era el tiempo de duración. No planteé la
lucha como una guerra de exterminio en la que la resistencia y el desgaste son principales
bazas, sobre todo para los más débiles en armamento ofensivo.
Sin embargo, algunas circunstancias personales cambiaron dos o
tres años después, y tales modificaciones fueron excusa suficiente para alterar
el contenido de las cláusulas del feroz combate, que, de nuevo, volvieron a ser
modificadas dos años después, al pensar yo que había encontrado el modo de usar
a mi favor un arma poderosísima.
Efectivamente el
arma es poderosísima. Pero la uso con la misma torpeza que cualquier otra arma
que se me ponga entre las manos.
Por tanto los
contendientes de esta guerra sabíamos quién era el vencedor. Por más que las
escaramuzas se dilaten en el tiempo, por más que mi guerrilla indestructible y
aguerrida de vez en cuando asome tras alguna de las serranías de mi interior y
arremeta feroz contra el poderoso ejército invasor e, incluso, sea capaz de
ganar alguna escaramuza y llevarse como botín algún trofeo de cierto valor, sé
de sobra que esa batalla la he perdido hace tiempo. El enemigo contra quien me
enfrento hace un año largo que dejó de preocuparse, y apenas utiliza una fracción
escuálida de su ejército en el menester de evitar la reorganización de mi
guerrilla de harapientos cada vez más débil y diezmada.
No me rendiré en público. Quizá tampoco lo haga en privado. Pero
en la más absoluta intimidad —a la que muchas veces confundo con sueños o con ataques
de melancolía— sé que he sido derrotado en toda regla. Sin apelación posible.
Quizá fuese más inteligente buscar un tratado de paz, iniciar una negociación
habilidosa con el fin de conseguir algunas capitulaciones favorables que me
permitan hacerme la ilusión de que la derrota no ha sido tan brutal.
Mi estratega más lúcido que a veces asoma por mi conciencia (el
mismo que me incita al inicio de conversaciones para firmar un digno tratado de
no agresión), tiene razón al recordarme que el error más grave lo cometí hace
más de veinticinco años, cuando elegí mal el andén y tomé el tren equivocado,
porque pensé que algo más tarde, acaso en otra estación, podría volver a ocupar
el andén adecuado, donde pararía otro convoy con el mismo destino al que
entonces renuncié.
La historia siempre es la misma: Jacob birló la primogenitura a
Esaú. En este caso, ni siquiera el vencedor es Jacob, es la versión torpe de
Esaú. Pero como sé que las lentejas son sabrosísimas, las lamentaciones sobran.