Cómplices

Sábado, 6 de octubre de 2012


La pelea conmigo mismo —puesto que no hay nadie más enzarzado en ella, que nadie se asuste y que todos dejen de leer aquí mismo— por momentos se hace ardua, acaso por repetitiva y confusa. No merece la pena repetir y repetir lo mismo tantas veces. En el fondo es una lucha desproporcionada, porque ya se conoce su final; tanto el remoto y compartido con el resto de los seres, como el más inmediato —aunque esa inmediatez no tenga fecha concreta—. Un final que no habla de derrotas o fracasos, quizá sí de frustraciones; pero, por más que me invente argumentos de todo tipo, a la postre se trata de la consumación irremediable de la lógica. Cualquier otro epílogo podría asomarse a la categoría de lo azaroso, por no decir milagroso. ¿Cómo calificar que un río cambie el rumbo del agua curso arriba?
Aproximadamente hace ocho o nueve años me reté a mí mismo en singular batalla, una de cuyas reglas era el tiempo de duración. No planteé la lucha como una guerra de exterminio en la que la resistencia y el desgaste son principales bazas, sobre todo para los más débiles en armamento ofensivo.
Sin embargo, algunas circunstancias personales cambiaron dos o tres años después, y tales modificaciones fueron excusa suficiente para alterar el contenido de las cláusulas del feroz combate, que, de nuevo, volvieron a ser modificadas dos años después, al pensar yo que había encontrado el modo de usar a mi favor un arma poderosísima.
Efectivamente el arma es poderosísima. Pero la uso con la misma torpeza que cualquier otra arma que se me ponga entre las manos.
Por tanto los contendientes de esta guerra sabíamos quién era el vencedor. Por más que las escaramuzas se dilaten en el tiempo, por más que mi guerrilla indestructible y aguerrida de vez en cuando asome tras alguna de las serranías de mi interior y arremeta feroz contra el poderoso ejército invasor e, incluso, sea capaz de ganar alguna escaramuza y llevarse como botín algún trofeo de cierto valor, sé de sobra que esa batalla la he perdido hace tiempo. El enemigo contra quien me enfrento hace un año largo que dejó de preocuparse, y apenas utiliza una fracción escuálida de su ejército en el menester de evitar la reorganización de mi guerrilla de harapientos cada vez más débil y diezmada.
No me rendiré en público. Quizá tampoco lo haga en privado. Pero en la más absoluta intimidad —a la que muchas veces confundo con sueños o con ataques de melancolía— sé que he sido derrotado en toda regla. Sin apelación posible. Quizá fuese más inteligente buscar un tratado de paz, iniciar una negociación habilidosa con el fin de conseguir algunas capitulaciones favorables que me permitan hacerme la ilusión de que la derrota no ha sido tan brutal.
Mi estratega más lúcido que a veces asoma por mi conciencia (el mismo que me incita al inicio de conversaciones para firmar un digno tratado de no agresión), tiene razón al recordarme que el error más grave lo cometí hace más de veinticinco años, cuando elegí mal el andén y tomé el tren equivocado, porque pensé que algo más tarde, acaso en otra estación, podría volver a ocupar el andén adecuado, donde pararía otro convoy con el mismo destino al que entonces renuncié.
La historia siempre es la misma: Jacob birló la primogenitura a Esaú. En este caso, ni siquiera el vencedor es Jacob, es la versión torpe de Esaú. Pero como sé que las lentejas son sabrosísimas, las lamentaciones sobran.