Uno puede asomarse
a la vida de varias formas: como si fuese a construirla con sus solas manos o
afanes, o, por el contrario, como si todo lo que sucede fuese ajeno al propio
quehacer, o como si cuanto pasa a las afueras de su persona no repercutiese en
uno mismo, o como si el existir fuese un continuo fluir de interacciones, un
conjunto de vasos comunicantes cuyos conductos siempre están conectados de
algún modo.
No es la
primera vez que digo que no creo en casualidades, sino más bien en causalidades.
Puedo entender el influjo del azar, al fin y al cabo es un componente más, pero
sé que no es lo más determinante.
A veces me quedo perplejo, sin reacción, porque sucede lo inesperable, aquello con lo que nunca cuento,
pues si lo tuviera siempre presente sería difícil avanzar con entereza y serenidad. Y de pronto, leyendo apenas un par de líneas, columbro la sombra de la rúbrica de la fragilidad humana. Comprendo que, en verdad, únicamente
importa una cosa, y sin ella todo lo demás, no sólo no importa, sino que se
hace inviable. Y también entiendo, o vuelvo a entender, que cualquier
tarea, por muy trascendental que parezca —y a la postre no son tantas—, se interrumpe en tan sólo un pestañeo. Sin más.
Por desgracia sólo
puedo asomarse en la distancia a esta mala nueva, sólo puedo ser testigo alejado,
espectador de quinta fila, pero siento amargura y, si sirviera de algo, renunciaría
ahora mismo, con los ojos cerrados y sin titubear ni una milésima de segundo, a
cualquier proyecto con tal de que todo quede en un mal susto, en un tropiezo,
en un paréntesis no muy extenso.