Cómplices

Jueves, 1 de noviembre de 2012


Mientras me tomaba un café, procurando que el destemple de la tarde fuera vencido por la suma de cafeína y calor, me iban llegando las palabras de la pareja de mujeres que tenía al lado. Hojeaba el periódico, pero sin atención. En realidad ya había echado un vistazo a la edición de ayer durante la mañana, y las noticias —lógicamente— no habían cambiado de un ejemplar a otro
Una de las mujeres era de rasgos asiáticos y la otra caucásica. Si ambas hubieran sido de la misma nacionalidad, a mis oídos habrían llegado sonidos incomprensibles y por tanto no habría comprendido nada. Su voz hubiera sido una música de fondo que acompañaría el discurrir de unos pocos minutos intrascendentes, salvo para entonar la temperatura de mi cuerpo.
—Un ataque al corazón. Cuarenta y ocho años. No se despertó.
Contemplo las tres frases que acabo de escribir, y no soy capaz de que transmitan el tono que les dio la mujer oriental, ni la verdadera grafía que debería corresponder a sonidos entrecortados: vocales como empequeñecidas y asustadas, consonantes disfrazadas y mal nutridas.
—¿De repente…?
La pregunta de la rubia y blanca europea, joven de ojos de lirismo de hielo, pareció quedar flotando entre los bordes de los dos refrescos que tomaban, como si fuera una acróbata que quisiera saltar de uno a otro.
—No sé. Me contaron desde allí. Yo no ver ella hace meses. Comía poco, tenía tos fea... Se acostó noche y no despertó ya más. Cuarenta y ocho años.
El dato de la edad volvió a zumbar, como un chasquido de injusticia. Pasé una hoja del periódico, consciente de que mi quietud excesiva podría ser captado y quizá levantara sospechas entre las mujeres.
—Ahora, semana pasada, he mandado cenizas de ella a país. No conocía en España más que a mí. En el piso le robaron pasaporte, dinero, todo, todo, todo…
Alguien más se acomodó al otro lado de la pareja y pidió su consumición. Su entrada fue el final de aquella confidencia. Me quedé sin saber más.
Ahora es aventurado buscar un argumento que conduzca al final de unas cenizas viajando desde Segovia hasta algún lugar en Asia. Pero esa última frase, recubierta por un gesto de incomprensión y lástima, apuntaba casi como una señal de dirección obligatoria, hacia lo turbio, al menos hacia lo opaco.
Con la agilidad de un felino, la europea comenzó a hablar del frío repentino, aunque para ella no era tanto comparado con el de un lugar impronunciable para mí. Y comenzaron a beber entre apresuradas y ensimismadas sus refrescos.
Mientras, uno, pasaba los ojos por las frases de las informaciones, sin leerlas, seguía sorbiendo despacio mi café, pasaba las páginas y pensaba en algo que ya se ha dicho muchas veces: las novelas están en la calle, no en las fantasías del escritor.
No era difícil pensar en una mujer que abandonó una realidad demasiado dura. No era complicado pensar en que su llegada a España fue un aterrizaje dentro de alguna de nuestras cloacas o sus aledaños, en todo caso una existencia casi oculta, casi como una sombra. Tampoco era complicado pensar que se había dejado ir, quizá poco a poco. Y al final, mientras devolvía el periódico a su lugar, y me disponía a pagar el café, llegué a la conclusión que lo de menos era el argumento de la historia. Aunque no acertara al llenar las horas de aquella mujer —quiero decir, aunque no coincidieran mi imaginación con sus días—, acertaría con su sustancia: soledad, melancolía, angustia, desesperación…