Mientras me tomaba un café,
procurando que el destemple de la tarde fuera vencido por la suma de cafeína y
calor, me iban llegando las palabras de la pareja de mujeres que tenía al lado.
Hojeaba el periódico, pero sin atención. En realidad ya había echado un vistazo
a la edición de ayer durante la mañana, y las noticias —lógicamente— no habían
cambiado de un ejemplar a otro
Una de las mujeres era
de rasgos asiáticos y la otra caucásica. Si ambas hubieran sido de la misma
nacionalidad, a mis oídos habrían llegado sonidos incomprensibles y por tanto
no habría comprendido nada. Su voz hubiera sido una música de fondo que acompañaría
el discurrir de unos pocos minutos intrascendentes, salvo para entonar la
temperatura de mi cuerpo.
—Un ataque al corazón.
Cuarenta y ocho años. No se despertó.
Contemplo las tres
frases que acabo de escribir, y no soy capaz de que transmitan el tono que les
dio la mujer oriental, ni la verdadera grafía que debería corresponder a
sonidos entrecortados: vocales como empequeñecidas y asustadas, consonantes disfrazadas y mal nutridas.
—¿De repente…?
La pregunta de la
rubia y blanca europea, joven de ojos de lirismo de hielo, pareció quedar flotando entre
los bordes de los dos refrescos que tomaban, como si fuera una acróbata que
quisiera saltar de uno a otro.
—No sé. Me contaron
desde allí. Yo no ver ella hace meses. Comía poco, tenía tos
fea... Se acostó noche y no despertó ya más. Cuarenta y ocho años.
El dato de la edad
volvió a zumbar, como un chasquido de injusticia. Pasé una hoja del periódico,
consciente de que mi quietud excesiva podría ser captado y quizá levantara
sospechas entre las mujeres.
—Ahora, semana pasada, he mandado
cenizas de ella a país. No conocía en España más que a mí. En el piso le
robaron pasaporte, dinero, todo, todo, todo…
Alguien más se acomodó
al otro lado de la pareja y pidió su consumición. Su entrada fue el final de
aquella confidencia. Me quedé sin saber más.
Ahora es aventurado
buscar un argumento que conduzca al final de unas cenizas viajando desde
Segovia hasta algún lugar en Asia. Pero esa última frase, recubierta por un
gesto de incomprensión y lástima, apuntaba casi como una señal de dirección
obligatoria, hacia lo turbio, al menos hacia lo opaco.
Con la agilidad de un
felino, la europea comenzó a hablar del frío repentino, aunque para ella no era
tanto comparado con el de un lugar impronunciable para mí. Y comenzaron a beber
entre apresuradas y ensimismadas sus refrescos.
Mientras, uno, pasaba
los ojos por las frases de las informaciones, sin leerlas, seguía sorbiendo
despacio mi café, pasaba las páginas y pensaba en algo que ya se ha dicho muchas veces: las novelas están en la
calle, no en las fantasías del escritor.
No era difícil pensar
en una mujer que abandonó una realidad demasiado dura. No era complicado pensar
en que su llegada a España fue un aterrizaje dentro de alguna de nuestras cloacas o sus
aledaños, en todo caso una existencia casi oculta, casi como una sombra. Tampoco
era complicado pensar que se había dejado ir, quizá poco a poco. Y al final,
mientras devolvía el periódico a su lugar, y me disponía a pagar el café, llegué
a la conclusión que lo de menos era el argumento de la historia. Aunque no
acertara al llenar las horas de aquella mujer —quiero decir, aunque no
coincidieran mi imaginación con sus días—, acertaría con su
sustancia: soledad, melancolía, angustia, desesperación…