Cómplices

Viernes, 19 de octubre de 2012

Ayer me pudo, quizá, la desgana, pero sobre todo me venció la inmediatez de estos tiempos que parecen alimentados por aires de odios, revanchismos, chisteras cargadas de armas atronadoras y arrojadizas.
Uno lee mucho, aunque nunca es suficiente, y acaba con la sensación de que en esta tierra, antes de haberse iniciado el debate, se pasa a la confrontación. Me refiero a esas cuestiones de las que vengo dejando huella en los últimos tiempos, las que tienen que ver con la dejación de los gobernantes, que se olvidan de los más desprotegidos. (Más aún, parece que está en su ánimo engrosar tal lista). Esas cuestiones que tienen que ver con los últimos asuntos de identidad nacional introducidos, como astillas candentes en las uñas, por algunos que piensan que incendiando un bosque, quizá no se vea el fuego de la ciudad.
Y por eso no anoté el recuerdo que brotó a primera hora de la mañana, cuando aún no había amanecido, cuando la madrugada aún distaba un buen trecho de convertirse en albada gris, casi lluviosa.
A eso de las seis y media de la mañana, al mirar al calendario de la cocina —mientras preparaba el desayuno—, y caer en la cuenta de que era dieciocho de octubre, aterrizó en mí la sensación de que ese día del año tenía un significado importante. Algo que en ese momento no supe concretar.
A medida que pasaron las horas, mi recuerdo fue viajando en aquella dirección. Avancé hacia atrás —valga la contradicción— descartando opciones: no era el aniversario de nada negativo, no tenía que ver con ningún cumpleaños de nadie próximo, no se trataba de ningún acontecimiento familiar o laboral, no tenía ninguna cita prefijada… Poco a poco me acerqué al entorno de las letras, a la zona de influencia de mis textos. Supe que esa era la carretera que tenía que tomar, porque allí estaría la señal indicativa del dieciocho de octubre, anunciándome el pueblo al que había llegado.
Y como a veces sucede, de forma casual topé con ella. Al mirar el almanaque que tenemos sobre las mesas de la oficina, alguien leyó, “San Lucas”, y añadió, “pues no conozco a ningún Lucas”. Y supe lo que era: en tal día di por concluida la versión de la primera novela que me editaron: Aquel Sábado Lluvioso. Lo tuve claro en ese instante, pero lo comprobé en un ejemplar que guardo en un cajón de la oficina. En la página 344, tras el punto y final, aparece escrito: “Segovia, 18 de octubre de 1999. San Lucas evangelista.”
Tardó unos años en publicarse. En ese tiempo la corregí (hoy la corregiría más a fondo), pero mantuve la fecha, porque esa fecha fue el final de su redacción definitiva, aparte correcciones, que éstas no fueron de fondo.
Es curioso que en días tan difíciles, como los que en estas fechas transitamos, haya aflorado en mí esta novela, que más allá de otras cuestiones, es un canto a la esperanza. Es verdad que al ser sus personajes el grupo de los apóstoles y las mujeres que acompañaban a Jesús de Nazaret, su carácter religioso parece invadirlo todo. Pero aprovechando esta circunstancia, de lo que quería hablar —cosa que no sé si conseguí— era de que la muerte no tiene por qué ser el final absoluto.
Eran otros tiempos. Han pasado ya unos quince años desde que comencé su redacción, dieciocho desde que supe que la escribiría —también recuerdo a la perfección el instante en que sentí que su semilla prendía en mi imaginación—, y no soy el mismo.
Sin embargo, aunque quizá ahora no tenga tan claras algunas cosas, sí sé que hay una potencia en el interior de las personas que nos empuja hacia delante. Por más que los tiempos se compliquen, por más que los poderosos de siempre —también los romanos y los sacerdotes del Templo en aquel Jerusalén del año 39 o 40 de nuestra era— pretendan aplastar los brotes que van abriendo los portones que nos acercan a la libertad, la esperanza consigue superar todas las dificultades.
Es lastimoso que quienes sostienen que encarnan el espíritu del nazareno resucitado, hoy contemplen a los seres humanos con la misma mirada altiva y desdeñosa con que los secuaces de Anás y Caifás y toda su familia contemplaron a los discípulos de aquel loco rabbí nacido en Nazaret, y parezcan haber olvidado las enseñanzas más hondas del maestro.
Pero no importa.
O casi no importa, aunque duela. Aunque a algunos nos duela.
Y no importa, porque el camino hacia la libertad y la verdad, al final, acabará dando otro paso. Es probable —ya soy poco inocente— que muchos caigan, como siempre ha sucedido. Es posible que el paso sea mucho más corto de lo que algunos quisiéramos. Es probable también que, además, aún se demore; pero llegará.
Quizá parte de nuestra tarea sea mantener viva esa llama de la esperanza. Esa ventana abierta al mañana, aunque ahora mismo sintamos miedo, sea de noche y haga fuera frío, mucho frío.