Ayer me pudo, quizá, la
desgana, pero sobre todo me venció la inmediatez de estos tiempos que parecen
alimentados por aires de odios, revanchismos, chisteras cargadas de armas
atronadoras y arrojadizas.
Uno lee mucho, aunque
nunca es suficiente, y acaba con la sensación de que en esta tierra, antes de
haberse iniciado el debate, se pasa a la confrontación. Me refiero a esas cuestiones
de las que vengo dejando huella en los últimos tiempos, las que tienen que ver
con la dejación de los gobernantes, que se olvidan de los más desprotegidos. (Más
aún, parece que está en su ánimo engrosar tal lista). Esas cuestiones que
tienen que ver con los últimos asuntos de identidad nacional introducidos, como
astillas candentes en las uñas, por algunos que piensan que incendiando un
bosque, quizá no se vea el fuego de la ciudad.
Y por eso no anoté el recuerdo que brotó a primera hora de la mañana, cuando aún no había amanecido,
cuando la madrugada aún distaba un buen trecho de convertirse en albada gris,
casi lluviosa.
A eso de las seis y
media de la mañana, al mirar al calendario de la cocina —mientras preparaba el
desayuno—, y caer en la cuenta de que era dieciocho de octubre, aterrizó en mí
la sensación de que ese día del año tenía un significado importante. Algo
que en ese momento no supe concretar.
A medida que pasaron
las horas, mi recuerdo fue viajando en aquella dirección. Avancé hacia atrás —valga
la contradicción— descartando opciones: no era el aniversario de nada negativo,
no tenía que ver con ningún cumpleaños de nadie próximo, no se trataba de ningún
acontecimiento familiar o laboral, no tenía ninguna cita prefijada… Poco a poco
me acerqué al entorno de las letras, a la zona de influencia de mis textos. Supe
que esa era la carretera que tenía que tomar, porque allí estaría la señal
indicativa del dieciocho de octubre, anunciándome el pueblo al que había
llegado.
Y como a veces sucede,
de forma casual topé con ella. Al mirar el almanaque que tenemos sobre las
mesas de la oficina, alguien leyó, “San Lucas”, y añadió, “pues no conozco a
ningún Lucas”. Y supe lo que era: en tal día di por concluida la versión de la
primera novela que me editaron: Aquel Sábado
Lluvioso. Lo tuve claro en ese instante, pero lo comprobé en un ejemplar
que guardo en un cajón de la oficina. En la página 344, tras el punto y
final, aparece escrito: “Segovia, 18 de octubre
de 1999. San Lucas evangelista.”
Tardó unos años en
publicarse. En ese tiempo la corregí (hoy la corregiría más a fondo), pero
mantuve la fecha, porque esa fecha fue el final de su redacción definitiva,
aparte correcciones, que éstas no fueron de fondo.
Es curioso que en días
tan difíciles, como los que en estas fechas transitamos, haya aflorado en mí
esta novela, que más allá de otras cuestiones, es un canto a la esperanza. Es verdad
que al ser sus personajes el grupo de los apóstoles y las mujeres que
acompañaban a Jesús de Nazaret, su carácter religioso parece invadirlo todo. Pero
aprovechando esta circunstancia, de lo que quería hablar —cosa que no sé si
conseguí— era de que la muerte no tiene por qué ser el final absoluto.
Eran otros tiempos. Han
pasado ya unos quince años desde que comencé su redacción, dieciocho desde que
supe que la escribiría —también recuerdo a la perfección el instante en que
sentí que su semilla prendía en mi imaginación—, y no soy el mismo.
Sin embargo, aunque
quizá ahora no tenga tan claras algunas cosas, sí sé que hay una potencia en el
interior de las personas que nos empuja hacia delante. Por más que los tiempos
se compliquen, por más que los poderosos de siempre —también los romanos y los
sacerdotes del Templo en aquel Jerusalén del año 39 o 40 de nuestra era—
pretendan aplastar los brotes que van abriendo los portones que nos acercan a
la libertad, la esperanza consigue superar todas las dificultades.
Es lastimoso que
quienes sostienen que encarnan el espíritu del nazareno resucitado, hoy
contemplen a los seres humanos con la misma mirada altiva y desdeñosa con que
los secuaces de Anás y Caifás y toda su familia contemplaron a los discípulos
de aquel loco rabbí nacido en Nazaret, y parezcan haber olvidado las enseñanzas
más hondas del maestro.
Pero no importa.
O casi no importa,
aunque duela. Aunque a algunos nos duela.
Y no importa, porque
el camino hacia la libertad y la verdad, al final, acabará dando otro paso. Es probable
—ya soy poco inocente— que muchos caigan, como siempre ha sucedido. Es posible
que el paso sea mucho más corto de lo que algunos quisiéramos. Es probable
también que, además, aún se demore; pero llegará.
Quizá parte de nuestra
tarea sea mantener viva esa llama de la esperanza. Esa ventana abierta al
mañana, aunque ahora mismo sintamos miedo, sea de noche y haga fuera frío,
mucho frío.