Cómplices

Jueves, 15 de mayo de 2012


Algunas veces tengo la impresión de que lo mejor que puedo hacer es declararme en fuga. En fuga de mí mismo, en fuga de este mundo que se agita en una feroz danza macabra, sin ritmo, ajena, distante a cualquier definición que esté próxima al concepto de armonía.
Mires donde mires, vayas donde vayas, hay un vendaval de violencia, enfrentamiento, desconfianza, ocultamiento, engaño, opacidades y veladuras varias, a veces incluso siniestras o interesadas.
Se aproxima otra guerra, una más, la que los jinetes del mal absoluto necesitan cada década —año arriba o abajo—. El dolor de la amputación de un miembro se pretende aliviar con una tirita o dos, como mucho. Cuando una ley se torna humana, los lobos arremeten con sus colmillos hambrientos dispuestos a seccionar yugulares para que se desangren. Otras leyes siguen siendo igual de inhumanas, inextricables y surrealistas para beneficio de los monstruos que dirigen y mandan. La educación se pone en manos de instructores y se impide que la sabiduría de los maestros se encargue de nuestros hijos. Las escuelas son aparcamientos infantiles para formar autómatas, no seres humanos. La irracionalidad de la religión prostituirá el vuelo de lo espiritual y nos tornará borregos baladores y aplaudidores. En poco tiempo sólo llegarán a viejos quienes puedan pagar tasas, tratamientos oncológicos o de otro tipo, intervenciones quirúrgicas… La parte positiva es que el estado se ahorrará pensiones, residencias geriátricas, gasto farmacéutico. Los ciudadanos seremos sombras de los seres libres que un día estuvimos algo más cerca de ser. Pero contaremos en las redes las veces que vamos al baño, y seremos felices, porque nuestros seguidores serán eco del viaje y sus efectos.
¿Qué soy pesimista?
Si viviera en un huerto retirado, afanado en sus frutos, leyendo a los sabios que en el mundo han sido, creería que hay salvación. Nos acercamos paso a paso al Gran Hermano presentido por Orwell. Erró en la fecha, quizá porque era más pesimista que yo mismo. Lo mismo tengo suerte y no veo el final del proceso de deshumanización en el que con tanto afán nos introducen. Pero hasta eso ya lo dudo.
Pretendo entregar esperanza, pero mis ojos son incapaces de ver amaneceres por ninguna parte. Acaso la única esperanza sea desvelar la inminencia de la llegada del mundo feliz de A. Huxley, otro visionario, otro optimista informado. Un mundo en que la diferencia entre un ser humano y una máquina, consiste sólo en la temperatura interna de la maquinaria.