Cómplices

Martes, 13 de noviembre de 2012


A María Jesús Llorèns, 
una de mis mejores lectoras.

Detengo ahora mi tarea de estos días que absorbe mi tiempo y me impide adentrarme en los vericuetos de mi corazón. Es una tarea querida y agradable, por tanto no me quejo. Simplemente dejo constancia de la razón de mi silencio. Un silencio que tampoco importa mucho, pues la ausencia de mis letras no va a ser notada por nadie…
Por casi nadie.
El mayor de los deseos de quien publica lo que escribe es encontrar la complicidad de los latidos de algún lector. Sí, digo bien, de los latidos. Más todavía que los ojos, son los latidos de quien lee los que completan el texto.
Uno escribe porque no puede hacer otra cosa. Uno escribe porque es lo único que sabe hacer menos mal. En tiempos tan duros como los que vivimos, la tarea del escritor —quizá del artista en general— está llamada a ser declarada inútil por improductiva, por estéril, por poco o nada práctica para cubrir las necesidades que asolan a los ciudadanos.
En tiempos como los que corren, para qué sirven los desvaídos textos de un escritor que pasa de la melancolía a la queja, que lleva sin un proyecto claro entre las manos tantos meses…
Y sin embargo alguien, a muchos cientos de kilómetros de mí (allá donde el mar huele a océano), pero muy próxima a mi corazón anhela cada día leer estas líneas y otras. Anhelaría más mis versos —su audacia es temeraria—, pero eso es todavía más difícil, pues tras Quizá un martes de otoño mis versos brotan con lentitud, parsimonia y titubeo.
Hoy quizá, en estos primeros minutos de la jornada, cuando la noche ha cruzado la frontera de dos jornadas, debería florecer algún poema en su honor, su dedicación a mi tarea se lo merece, pero mi corazón —al menos de momento— parece no responder a mi insistente mirada.
La joya de los escritores no son sus textos ni que lo escrito vea la luz, sino sus lectores, aunque sean secretos. Si, además los lectores, traspasan el umbral y toman posesión del corazón de uno, entonces algo maravilloso sucede, algo que compensa la tarea.
A veces me puedo sentir náufrago lanzando mensajes sin botella al océano; pero se trata de una sensación incierta y un tanto narcisista, como de niño caprichoso, porque sé, y a diario tengo pruebas de ello, que hay corazones que sintonizan con mis latidos, que se preocupan por mi sufrimiento, que me empujan con mi ánimo y que son capaces de emplear su tiempo en leer cuanto escribo.
Sé que es más de uno, pero hoy es a ella a quien me refiero.