Cómplices

Jueves, 22 de noviembre de 2012


Otra cosa que se dijo en la presentación del diario de LJM, fue algo que me vino a recordar una idea que últimamente se me está abriendo en el cerebro.
Mientras el dentista se ensañaba con mis encías en un curetaje punzante y agresivo, casi sin compasión, he procurado pensar en esa idea (entre otras tantas tan jugosas) que me ronda.
No recuerdo si fue Francisco Otero o José Antonio Abella o Ignacio Sanz quien la lanzó, como quien arroja una golondrina y con ello anuncia la primavera: el diario como una especie de diálogo con la cultura, con otros escritores, el diario como espacio propicio para las meditaciones que puedan surgir tras la lectura.
Uno, como aficionado a leer diarios (nunca sabré si lo escribo porque me gusta leerlos, o bien me gusta leerlos, porque siempre he querido escribirlo), acaba por encontrar en casi todos ellos esa charla. Con más o menos asiduidad, pero  casi siempre aparece.
En algunos casos (pienso, por ejemplo, en TRR o en JSM) llega a ser tan honda esta conversación con otros escritores que los autores no son meros nombres que ocuparon una vez un territorio en este planeta, sino que gozan de mejor salud que nosotros mismos. Al leerlos pareciera que Platón, Montaigne, Anaximandro,  Cervantes, JRJ... fueran a tomarse un güisqui o un cafelito con ellos en cualquier momento…
Y esto me lleva a otro lugar.
Me lleva, probablemente, a un punto esencial:
¿Cómo leo? No tanto, qué leo, sino cómo leo. Mientras no lo haga con la misma intensidad atenta con la que se escucha a los amigos, no estaré leyendo como es debido.
El joven dentista manejaba sus herramientas como un fresador o un mecánico. Uno procuraba una especie de escisión de sí mismo, intentaba dejar las sensaciones molestas en el reducto bucal y procuraba que el resto siguiera a lo suyo. Pero la tarea, ciertamente, no ha sido sencilla. Tampoco para él, que ha acabado medio sudoroso.
También se dijo allí (ahora estoy seguro de que fue Abella) que la literatura es una enfermedad. Una enfermedad a veces luminosa. Una enfermedad que tiene dos síntomas: lectura y escritura. Y, en el caso de quien pretende escribir, si no tiene los dos síntomas, sobre todo el primero, no hay nada que hacer.
Si uno quiere vivir, necesita comer; si uno quiere escribir, es imprescindible leer. Quizá en el fondo, el silencio de la conversación del que hablaba ayer —en el caso del escritor— no sea otra cosa que la lectura atenta, la lectura con preguntas.
Sobre todo cuando ha llegado a la cuadrante inferior derecho, la sensaciones han sido algo más que sensaciones. Mantenerse ajeno no era tarea fácil. De hecho que algunos músculos —a pesar de mi voluntad— se han tensado y se han contraído más de la cuenta.
Los libros, al final, o son seres vivos o no son nada. No sirven para nada.
Leer bien es escuchar, atender, dejarse interpelar, no sentirse solo mientras uno crece o aprende o camina o viaja.
Pero la culpa no es suya, ni fue mía. Todo se ha debido a que he usado mucho tiempo algo que no hubiera debido (clorodrixhidina), simplemente porque alguien no dijo a su tiempo que tal producto únicamente era conveniente durante unas semanas.
Al final, si se limpia con algo demasiado fuerte, se acaba produciendo el efecto contrario al deseado. La luz es esencial para ver, pero si un rayo o un foco cae directo e intenso sobre las pupilas, no alumbra, deslumbra. Si uno lee mal, no sólo no aprende o no piensa o no crece, sino que acabará como don Quijote, pensando que los molinos son molinos, y no terribles gigantes de brazos invencibles.