Otra cosa que se dijo en la presentación del diario de
LJM, fue algo que me vino a recordar una idea que últimamente se me está
abriendo en el cerebro.
Mientras el dentista se ensañaba con mis encías en
un curetaje punzante y agresivo, casi sin compasión, he procurado pensar en esa
idea (entre otras tantas tan jugosas) que me ronda.
No recuerdo si fue Francisco Otero o José Antonio Abella o Ignacio
Sanz quien la lanzó, como quien arroja una golondrina y con ello anuncia la primavera: el diario como una especie
de diálogo con la cultura, con otros escritores, el diario como espacio
propicio para las meditaciones que puedan surgir tras la lectura.
Uno, como aficionado a leer diarios (nunca sabré si lo escribo porque me gusta leerlos, o bien me gusta leerlos, porque siempre he querido
escribirlo), acaba por encontrar en casi todos ellos esa charla. Con más o
menos asiduidad, pero casi siempre aparece.
En algunos casos (pienso, por ejemplo, en TRR o en JSM) llega a ser tan honda
esta conversación con otros escritores que los autores no son meros nombres que ocuparon una vez un territorio en este planeta, sino que gozan de mejor salud que nosotros
mismos. Al leerlos pareciera que Platón, Montaigne, Anaximandro, Cervantes, JRJ... fueran a tomarse un güisqui o un cafelito con ellos en cualquier momento…
Y esto me lleva a otro lugar.
Me lleva, probablemente, a un punto esencial:
¿Cómo leo? No tanto, qué leo, sino cómo leo. Mientras no lo haga
con la misma intensidad atenta con la que se escucha a los amigos, no estaré
leyendo como es debido.
El joven dentista manejaba sus herramientas como un
fresador o un mecánico. Uno procuraba una especie de escisión de sí mismo,
intentaba dejar las sensaciones molestas en el reducto bucal y procuraba que el
resto siguiera a lo suyo. Pero la tarea, ciertamente, no ha sido sencilla. Tampoco para él, que ha acabado medio sudoroso.
También se dijo allí (ahora estoy seguro de que fue Abella) que la
literatura es una enfermedad. Una enfermedad a veces luminosa. Una enfermedad
que tiene dos síntomas: lectura y escritura. Y, en el caso de quien pretende
escribir, si no tiene los dos síntomas, sobre todo el primero, no hay nada que
hacer.
Si uno quiere vivir, necesita comer; si uno quiere escribir, es
imprescindible leer. Quizá en el fondo, el silencio de la conversación del que
hablaba ayer —en el caso del escritor— no sea otra cosa que la lectura atenta,
la lectura con preguntas.
Sobre todo cuando ha llegado a la cuadrante
inferior derecho, la sensaciones han sido algo más que sensaciones. Mantenerse ajeno
no era tarea fácil. De hecho que algunos músculos —a pesar de mi voluntad— se
han tensado y se han contraído más de la cuenta.
Los libros, al final, o son seres vivos o no son nada. No sirven
para nada.
Leer bien es escuchar, atender, dejarse interpelar, no sentirse
solo mientras uno crece o aprende o camina o viaja.
Pero
la culpa no es suya, ni fue mía. Todo se ha debido a que he usado mucho tiempo
algo que no hubiera debido (clorodrixhidina), simplemente porque alguien no dijo a su tiempo
que tal producto únicamente era conveniente durante unas semanas.
Al final, si se limpia con algo demasiado fuerte, se acaba
produciendo el efecto contrario al deseado. La luz es esencial para ver, pero si un rayo o un foco cae directo e intenso sobre las
pupilas, no alumbra, deslumbra. Si uno lee mal, no sólo no aprende o
no piensa o no crece, sino que acabará como don Quijote,
pensando que los molinos son molinos, y no terribles gigantes de
brazos invencibles.