Cómplices

Viernes, 23 de noviembre de 2012

Omnia vincit amor.
[Suena la sexta de Mahler en una emisión radiofónica que se cuela a través de los cascos. No es la sinfonía que más me gusta del austriaco, pero me sirve para evitar la dispersión que la juerga desbocada de los vecinos de abajo y la televisión de este salón originan en mi cabeza.]
¿Omnia vincit amor?
Contemplar el mundo y poner en duda el verso de Virgilio es automático. Muevo la cabeza de un lado a otro, como lo haría al contemplar el final empalagoso de una mala película. El poeta vivía en un sueño. O en una utopía. ¿Dónde la victoria del amor cuando la violencia, la destrucción, el odio, la injusticia, la muerte, la miseria, los abismos, el miedo, la mentira, la hipocresía, el desprecio… acampan entre nosotros y lo infestan todo? ¿No eran tan crueles como estos los tiempos en que fueron escritas estas palabras?
[El adagio crece con el típico vigor de Mahler. Pero, a diferencia de otras sinfonías, no intuyo tanto dolor, ni siquiera tanta melancolía. Quizá sea uno de sus tiempos lentos más serenos. Evocadores como todos los del vienés, en este caso, vuela mi imaginación hacia un amanecer en zona rural, donde la luz del sol, los trinos de los pájaros, las esquilas de las vacas son como una caricia para el compositor que, acaso, intuya en estas mínimas señales un anticipo de  eternidad].
Sin embargo algo resuena con vigor al susurrar omnia vincit amor. Todo lo vence el amor. De hecho muchos han creído que es así y por eso han luchado con uñas y dientes porque brillara la victoria que Virgilio proclamaba y han peleado palmo a palmo y día a día con sus armas —tan distintas de las que destruyen, amputan y aniquilan— porque así sucediera. Es sabido por todos que unos cuantos de entre los de nuestra especie —los mejores sin duda— se jugaron el pellejo —y lo perdieron las más de las veces— por intentar que ese verso fuera algo más que tres palabras nacidas de la pluma de un poeta.
[Al final del adagio se asoma la tragedia que marca el fondo de toda la sinfonía, por algo se le conoce con ese nombre. Algo tremendo, inherente a la música de Mahler, le ocurre. Algo que para él es desmesurado y le mantiene en esa pelea interna constante. Pero parece que la serenidad vuelve a brillar, como ese cielo azul que el día de ayer nos regaló. Sí, suena a cielo despejado este lento].
Quizá sea verdad y omnia vincit amor. Y, sin embargo, repito, tengo la intuición de que en el fondo, se trata de un horizonte al que se mira desde lejos, especialmente en estos tiempos aciagos, donde cada día que amanece, hay un motivo para lastrar el verso, hundirlo hasta el fondo más abisal de la ciénaga.
Acaso parte de la solución consista en desviar la mirada de la realidad grandilocuente y oficial a la que nos obligan a asomarnos, buscando lo próximo, esa cotidianidad que tanto se parece a un intrascendente salto de gorrión desde la calzada hasta el bordillo de la acera, fuera un camino posible para que ese omnia vincit amor deje de parecer un mal final de una película de Hollywood. Pero tampoco termina de ser cierto. También en la andadura próxima y diaria, uno descubre en el verso un anhelo frustrado demasiadas veces, aunque intente no ser neutral en la pelea porque el bien, la justicia, la misericordia, la verdad, la entrega, al fin, se impongan a las artes de la destrucción.
¿Y no será, Amando, que es dentro de ti donde vencen las sombras, donde la luz pierde su intensidad y abdica de su esencia? ¿No será que el error consiste en buscar fuera lo que tiene que resplandecer primero dentro?
[¿Por qué tanta pelea en esta sinfonía? ¿Por qué, al final, parece que el cerco del miedo todo lo angustia y lo oscurece, a pesar de la presencia escondida de una vaga esperanza? Suenan las campanas (siempre el músico y sus campanas), pero no anuncian la felicidad absoluta. ¿Qué tormentos y tormentas perseguían al autor? La muerte siempre resonando en los callejones de su espíritu. Pero nunca nada es definitivo. Todo se sucede, todo es una eterna rueca que va del dolor a la esperanza, y de esta, nuevamente, al abismo.
Recuerdo que me acerqué a la música clásica por Mahler. Sin embargo, pronto otros ocuparon el centro de mis preferencias.
Siempre hay una campana y un arpa que languidecen al fondo, siempre, incluso cuando el monstruo parece acechar. La rueca de la vida imparable: dolor, angustia, luz, esperanza, miedo, duda, plenitud, batalla...].
¿Omnia vincit amor?