Quizá no debería,
pero de vez en cuando releo algo de las páginas escritas más atrás. Lo hago a
salto de mata, sin atención excesiva. Quito o pongo una coma, subrayo,
tacho, le cambio el color a los textos, como intentando usar un código que me
sirva en un futuro. No sé para qué. Lo hago, simplemente.
Amando, en el
fondo quizá fuera mucho mejor escribir estas páginas a mano, y como dice
Ignacio Sanz que hace Luis Javier Moreno en sus cuadernos, dejar huellas
‘físicas’ de los recuerdos que van quedando aquí: un billete de bus o de avión, una
entrada a un museo, a un cine, un suelto de un periódico, una postal… Ya, sí,
pero ya sabes, soy tan perezoso y es tan cómodo este sistema del ordenador que te
otorga tanta flexibilidad, tanta limpieza, tanta comodidad.
Pero no me
distraigas que no iba a este tema…
El caso es que en estos repasos descubro un acento desabrido en mi voz durante los últimos meses. Un tono cortante.
¿Habré cambiado? ¿Me están haciendo cambiar?
En esta entrada
de hoy debería hablar de la entrevista que me hizo Annie Altamirano (después de hacérsela a Norberto García y antes que Paula Rodríguez) en Radiooasis de Salamanca, o de la ilusión extremada que me produjo
conocer la portada de Quizá un martes de
otoño, o de las innumerables muestras de cariño que me han llegado desde
que circulé su imagen en las redes sociales… Pero que la vida iba en serio —Gil de Biedma dixit— lo experimento a diario en estos tiempos tan duros, tan acerbos como lecho de faquir. Y al final uno saca ese tono.
La vida, mejor
dicho, quienes nos la pretenden dirigir, arroja día sí y día también noticias
en forma de decisiones que a uno no le queda más remedio que tomar como ataques
directos. Y el ser humano —aunque huya de la violencia— tiende a defenderse de las
agresiones.
Nuestros
gobernantes se han empeñado —llevan un año haciéndolo— en despojar a los
ciudadanos de aquello más necesario, más básico.
Sé que,
comparados con los problemas de otras latitudes, estos hachazos (¿por qué se
empeñan en llamarlos recortes, cuando son hachazos en toda regla?) son apenas
nada, arañazos contra amputaciones. Lo sé. Pero la falta de sensibilidad, la
ausencia de la más mínima humanidad, la descarada y repugnante alianza con el
capital en contra del ser humano, llega a cotas insultantes y por las que no
puedo transigir, sin, al menos, dejarlo escrito —aunque soy consciente de la
inutilidad de mis palabras, apenas un susurro sin reverbero—.
[Aclaro que el tema del que hablaré no afecta a nadie que conozca
personalmente, o al menos no soy consciente de que algún conocido mío esté
entre los damnificados por esta medida.]
Uno de estos
días me he desayunado con otra de esas noticias que son suficientes para indigestar jornadas completas. La entrevista que hemos escuchado esta tarde durante la desconexión regional del programa La Ventana de la Cadena Ser, me ha puesto en el disparadero.
Para los
próximos presupuestos generales del Estado, el Gobierno ha decidido eliminar la
ayuda que destinaba a mantener el servicio de teleasistencia domiciliaria.
Según se explicaba en las noticias, dicha ayuda ascendía a treinta millones de
euros y cubría a unas doscientas cincuenta mil personas ancianas o con
problemas de ciertas discapacidades. Ahora otras administraciones —o los
propios usuarios— tendrán que hacer frente a ese tajazo ordenado por los
políticos que en esta legislatura gestionan la Administración del Estado. (Y
esta última frase, no es rimbombante o burocrática, sino una explicación de
cómo unos individuos que llevan a gala la protección de los pensionistas y de
la tercera edad, aprovechándose del bien común, cercenan lo más básico de la
calidad de vida cotidiana, la que afecta a la mayoría; hoy ha tocado a nuestros
mayores, otro día a la sanidad, o a la educación…).
Cuando sobre un
presupuesto de miles de millones de euros se retiran treinta millones que
sirven para dar cobijo y cierta tranquilidad a este grupo de personas y a sus
familiares más directos, se demuestra la categoría humana, moral y ética de
quienes nos gobiernan. Se demuestra dónde tienen la sensibilidad. Se demuestra
su más cruel y dañina hipocresía.
Y eso por no
hablar de la temeridad económica y política, del error de bulto sólo atribuible
a un debutante en estas lides, que supone una medida así. Porque en este caso
se está obligando a desbordar las previsiones en otras partidas que crecerán,
sí o sí…
No quiero
pensar que detrás de estos treinta millones de aparente ahorro esté la puesta en el
mercado de la teleasistencia domiciliaria, para que alguna empresa privada venga
a ocupar el lugar de la Cruz Roja u otras organizaciones que cumplen con esta
tarea.
La casta de
estos gobernantes se demuestra día a día, pero día a día se demuestra también
que podrán seguir impunemente con sus medidas antihumanas. A las pruebas me remito. Y sostengo que son antihumanas porque afectan a
los más débiles, a los más desprotegidos, a quienes menos pueden. Nos siguen
empujando hacia el caos de la selva neoliberal, allá donde sólo vivirán nadando
en la abundancia quienes ya gozan de todo y de más. Cualquier estudiante medio de Económicas, sabe que este tipo de decisiones no son economía, son pura aplicación de una ideología determinada: la más inhumana de las que hoy sobreviven en el espectro político, sin embargo, la preferida por la mayoría.
He escrito en alguna
ocasión que, en realidad, parece que su deseo para acabar con la crisis es
concluir con la vida de quienes no ocupan un puesto en la cadena productiva, ni
siquiera como consumidores.
Quien teniendo
la responsabilidad que otorga la confianza popular, no se preocupa por el
bienestar del más débil, no merecería ostentar el nombre de político, puesto que son simples correveidiles, lameculos y abrazafarolas, pura bazofia
cuyo único afán es servir a su verdadero señor: el dueño del parné que es el verdadero dueño del cortijo.