Cómplices

Sábado, 24 de noviembre de 2012


Ayer, como estaba previsto, decidimos sobre el concurso de microrrelatos que organiza la Librería Antares, aquí, en Segovia.
Hace un par de meses, creo, Blanca —su propietaria— me pidió que formase parte del jurado. No me gusta ser jurado de certámenes literarios. No me gusta porque siempre tengo la impresión que lo del fallo, en mi caso, se debería entender en el significado más común de la palabra ‘fallo’, o sea error, en vez de decisión. Además, cómo ser miembro de un jurado si uno nada más que tiene en su haber dos segundos premios en sendos concursos celebrados hace 36 o 37 años. Siempre tengo la impresión de que se me va a escapar —como tantas veces— algo trascendente, algo crucial. Incluso me produce cierta aprensión dejar de valorar como se merece la tarea de alguno de los participantes.
Aún así acepté —como acepto en otras ocasiones— porque se trata de una amiga, porque se trata de alguien que pretende arrancar el tamo cotidiano a la existencia, con un gesto quizá pequeño, pero a la vez novedoso en una ciudad como ésta.
Al final, y a pesar del miedo inicial de Blanca, han participado casi cien textos, sobre los que ayer decidimos Alcázar, Ángel, Blanca, Carlos, Gabriel y yo mismo. Y aunque la calidad —como siempre sucede— no es la misma en todos los participantes, se podría decir que la sola respuesta de un centenar de personas, es un faro encendido en medio de esta nebulosa que nos envuelve. Hay muchísimas más personas de lo que parece que están dispuestas a imaginar, a soñar, a usar de las letras como camino para la catarsis.
Fue una reunión cordial y tranquila, en la que la serenidad de los juicios y la simpatía presidieron las deliberaciones. Llegar a un acuerdo fue más sencillo de lo que a priori pudiera haber parecido. Fue estimulante ver que el resto de componentes se había tomado la tarea con mayor interés que uno mismo. Y fue más hermoso aún ser testigo de la ilusión de Blanca, esa carga de emoción positiva que ha puesto en toda la organización de la convocatoria, que aún no ha concluido, pues resta la corrección, preparación e impresión del libro, además de la entrega de los premios. ¡Con qué pasión nos contaba detalles íntimos del concurso, esos que ella es la única que puede saber!
Y cómo no agradecer ahora y aquí, en este rincón escondido, tanta generosidad. Esa locura tan poco frecuente que se concreta en unos gastos en premios y en la edición del libro y en el regalo que nos ha hecho a los del jurado.
*
Sin embargo, no todo fue tan luminoso. En el momento en que se abandona el estricto y pequeño recinto de la literatura, o sea el texto escrito, aparecen las sombras acechantes de esa bestia destructora que se llama avaricia, o se llama capitalismo salvaje, o se llama ley de la selva.
No sé…
Como por casualidad —o no tanto— ojeé, sin llegar a hojear, la última novela de JMP. Y digo que no hojeé, porque en la primera página vi anotado a lapicero ‘1-13’. Como no entendí qué significaban estos tres números, le pregunté a Blanca, quien me aclaró el asunto: ‘Tengo que devolver el libro a la editorial —quizá dijera distribuidora, ahora dudo— en enero de 2013; en caso de no devolverla tengo que pagar el libro, la haya vendido o no’. ‘O sea, dentro de tres meses’, comenté, sin entender nada. Si la novela de uno de los autores más conocidos de España, sólo permanece en una librería tres o cuatro meses en depósito, estamos llegando a un momento crítico para la literatura, por cuanto el lector normal no descubrirá muchos de los libros que se escriben. Porque si esto sucede con JMP (también sucede lo mismo —en orden alfabético— con AT, AC, AMM, AO, APR, EL, JM, KF, LS, LMD, MR, MD, MVLl, MA, PA, PhR, o …; no importa el autor, importa el engranaje monstruoso del sistema), qué no sucederá con —también ordenados alfabéticamente— AC, AJ, AC, CS, CR, FA, EC, IS, IMB, JP, JAA,  JAP, LJM, ME, MS, MZ, MP, PA, RA, RC, SC y tantos otros como ahora no me llegan a la memoria… 
[Todas estas iniciales pertenecen a autores, que han publicado obra narrativa en papel, a quienes he leído y a alguno de los cuales conozco y cuento entre mis amistades; también aseguro que no me refiero a ningún libro de poesía, pues si entro en ese territorio, entonces dejo de escribir, y me voy directamente al Muro de las Lamentaciones, o mejor, fundo el mío. (De los dos AC que aparecen en el listado ninguno se refiere a mí, sino a dos muy buenas amigas)].
Es evidente que la cuestión de fondo no tiene que ver con la escritura, ni con la lectura, sino con un número de ventas, con una rentabilidad, con el ejercicio sistemático de la usura. Empujan al lector a la gran superficie, donde el libro tiene otra fecha de caducidad, acaso porque tiene otro valor distinto, asimilable en exclusiva a un producto de consumo; por tanto allí —y salvo milagro—, sólo entran determinado tipos de libros.
La librería de barrio utiliza otro tipo de mirada. El cliente que allí entra suele ser persona que no busca necesariamente el éxito del momento (aunque no tiene por qué despreciarlo, ni —de hecho— se desprecia), sino algo que cuadre con su propia sensibilidad, sus propios gustos, incluso su estado de ánimo.
[¿Cuántas tardes, distraído o abrumado, has entrado, Amando, en una de tus librerías de Segovia —sí, son algo tuyas porque en todas te sientes como en una habitación de tu casa— para encontrar algún remedio a tus aprensiones? En tu caso —reconócelo— son mejor lenitivo que una farmacia.]
Y el librero —lo digo por los que conozco de esta ciudad— tiene en común con su cliente y con el escritor la parte incurable y sustancial de la enfermedad de la literatura: leer. Es una de las razones por las que prefiero entrar en la librería, y no en la gran superficie, porque allí —en la librería— sé que encontraré, al menos, un lector con quien compartir opiniones e informaciones, porque entrar en una librería se parece mucho a entrar en un jardín botánico donde todas las especies vegetales tienen su espacio y todas adquieren un valor, y no por ser más humildes o menos llamativas, son despreciadas o directamente eliminadas; porque entrar en una librería es entrar en un bosque lleno de todas las especies de aves, donde todas tienen su propio valor, y su canto se deja oír, aunque a veces se confunda: allí están los más hermosos, los más llamativos, los más grandes, los más canoros, pero también los gorriones y los verdecillos, los jilgueros y los mirlos, las grajillas y las avefrías, incluso loros y papagayos.
Intuyo que el mundo del libro no es distinto del resto del planeta; no podría ser de otro modo. Y porque estamos en un mundo donde impera la codicia, las grandes editoriales han dejado de serlo y se han mutado en horrible monstruo llamado, quizá, industrias productoras de libros. Cuentan entre ellos con las mejores escritoras y escritores —a ellos nunca les culparé, ellos, en general, es lo mejor de toda esta cadena infestada de abusos y codicia— y venden, venden, venden, venden, venden… Por tanto sus verdaderos aliados son aquellos que más puedan vender.
Los enfermos de literatura, entre tanto, caemos o no en la trampa, y los libreros trabajan como departamento de logística de las grandes editoriales y no como verdaderos libreros. 
Y sufren. 
Este año cinco suicidios en España, según nos comentó Blanca. Porque —y esto lo decía con un brillo especial en la mirada—, cuando un librero tiene que dejar su negocio no sabe qué hacer, en realidad no sabe hacer otra cosa. Será que el libro tiene algo especial, algo que abduce.
Y, entre tanto, los pequeños editores —pues para eso son pequeños— buscan cómo infiltrarse por cualquier ranura de la cotidianidad del enfermo, cómo sobrevivir ante la voracidad de estos monstruos; entonces se hacen más pequeños, procuran aguantar con menos, se cuelan a través de Internet, que se está convirtiendo en una librería inmensa…
[Y todo esto, Amando, sin haber pensado siquiera un segundo en la poesía, porque sería como hablar de una enfermedad maldita. 
Todo esto, Amando, sin comentar nada de la piratería digital.
Todo esto, Amando, sin insinuar algo acerca del libro electrónico que ha venido para quedarse aunque lacere ese rincón romántico de tu alma.]
Pero siempre habrá soluciones. Siempre aparecerá la manera en que todo se pueda hacer compatible y todo ocupe su espacio.
Hace algunas décadas se habló del final de los alimentos tal y como se conocen. Se predijo que nos nutriríamos a través de la ingesta de píldoras u otros productos similares que ya llevarían perfectamente repartidos y equilibrados todos los elementos que necesita nuestro organismo. Sin embargo, y como demostración de que no todas los vaticinios se cumplen, se dio a conocer la lista de los restaurantes galardonados con estrellas Michelín. Algo no ha sucedido según presumieron algunos profetas de la postmodernidad.
El libro digital es imparable, incluso puede que sea necesario. Pero tengo claro, muy claro, que el libro en papel no sólo no ha concluido, sino que encontrará un camino propio, un sendero que devolverá —de paso— esplendor a las librerías de barrio. Lamentablemente alguna de ellas caerá, pero otras florecerán, incluso más hermosa, si es que ello fuera posible.