Cómplices

Lunes, 5 de noviembre de 2012


¿Para qué hablar si lo que vaya a decir será tomado por menos que un susurro? ¿A quién pueden interesar mis pensamientos sobre tal o cual materia, y mucho menos los relacionados con el bien común, la res pública, que dirían los romanos, con las decisiones, contradicciones e indecisiones de gobernantes, oposición y demás sesudos opinantes de la cosa? ¿Pero cómo callar ante la desmesura del ataque feroz, orquestado y demoledor contra la democracia y la libertad?
A veces pienso que el problema de la tremendísima desafección que los ciudadanos en general sentimos por la clase política, no sólo no les preocupa, sino que la provocan porque les interesa mantenernos apartados, desinteresados y ausentes de los tejemanejes que se cocinan bajo cuerda, en los secretos cenáculos donde se escriben los guiones de sus lamentables interpretaciones.
En esta trampa hemos caído desde hace tiempo. Cuando la ilusión se hizo carne en la mayoría de nosotros y nos llegamos a creer que habíamos entrado en la aristocracia mundial, cuando ser clase media en Europa era ser la clase alta del Planeta, cuando creímos que nuestros pies sucios eran el hombro por el que contemplábamos al resto congéneres que nos miraban suplicantes. Entonces, digo, creímos que los políticos eran como nosotros y les dejamos a su aire, tomando decisiones sin que nos interesara lo más mínimo. Tampoco les interesó a ellos explicarnos la partitura que interpretaban. Si abrían la boca, era tan extraño e incomprensible el idioma en que hablaban que decidíamos sintonizar algo distinto, total, a nosotros qué nos importaba.
Y en esa especie de pecado de desidia —sólo explicable por la corta edad de nuestra democracia— se entiende que ahora, realmente interesados por el desastre en el que vivimos, nos rasguemos las vestiduras, clamemos contra los desafueros cometidos por unos, por otros y por los de más allá, y metamos en el mismo saco a todos. Y ellos, tan tranquilos, a lo suyo. Al juego que juegan. Sólo les interesa mantener la situación. Aunque sea permanecer en la oposición, qué importa, si dentro de unos años nos intercambiaremos los papeles. Entretanto el sufrimiento —el que ellos nunca van a entender del todo— se apodera cada día de más personas, vacía más bolsillos y nos devuelve a la realidad que siempre ha padecido este pueblo: pobreza bien disimulada, pues para eso somos muy hidalgos. Y mañana o pasado nos pondrán ante los ojos una ofensa a una bandera, a un territorio, a un himno y seremos capaces de derramar la sangre mientras ellos siguen poniendo a buen recaudo —como siempre hicieron— aquello tan material y poco virtuoso. Y si es menester procurarán que sus palabras vengan bien humedecidas con el agua bendita que han rociado con sus hisopos sus eminencias episcopales.
Se ataca y desprestigia la educación pública. Se ataca y desprestigia la sanidad pública. Se ataca y desprestigia la cultura. Se ataca y desprestigia la protección social. Se ataca y desprestigia a quien pretende elevar su voz crítica.
Ellos seguirán con sus problemas, discutiendo si son galgos o podencos, si los ángeles son varones, mujeres, asexuados o hermafroditas, sin aceptamos federación como animal de compañía o cambiamos el concepto de independencia para que todos seamos distintos, siendo iguales. Bagatelas insufribles que no interesan al común de las personas que ganan al mes (cuando son tan privilegiados de contar con un sueldo mensual) bastante menos que lo que cobran sus señorías en Castilla y León, por ejemplo y por no mirar muy lejos, a título de dietas por asistir a las sesiones en Cortes.
Alguien debería decirles a todos y cada uno de ellos que esa cuantía de mil ochocientos euros, trescientas mil pesetas de antaño, —ayer publicada por un medio de comunicación nada sensacionalista— es muy superior, pero mucho, a la que cobra la inmensa mayoría de los privilegiados.
Que al menos dignifiquen su tarea, que al menos hablen para que se les entienda, que al menos sepan que los partidos políticos no son el dios al que debemos adoración sumisa, porque su único dios debería ser el pueblo, cada ciudadano a quien dicen representar y servir.
Y que no se quejen —como alguno se queja— de que no todo el mundo es igual. Pues quizá sea verdad, y quizá no todo el mundo sea igual, pero eso también hay que demostrarlo y no actuar a cada minuto como correveidile de quien dirige el cortijo. Y si no se puede actuar de otra manera, porque estamos en manos de otros poderes, que lo digan así de claro, así de recio, así de contundente. Y así, como dicen en mi tierra, dejaremos de marear tanto a la perdiz.