¿Para qué hablar si lo que vaya a decir será tomado por
menos que un susurro? ¿A quién pueden interesar mis pensamientos sobre tal o
cual materia, y mucho menos los relacionados con el bien común, la res pública, que dirían los romanos, con las decisiones, contradicciones e indecisiones de
gobernantes, oposición y demás sesudos opinantes de la cosa? ¿Pero cómo callar
ante la desmesura del ataque feroz, orquestado y demoledor contra la democracia
y la libertad?
A veces pienso que el problema de la tremendísima desafección que
los ciudadanos en general sentimos por la clase política, no sólo no les
preocupa, sino que la provocan porque les interesa mantenernos apartados,
desinteresados y ausentes de los tejemanejes que se cocinan bajo cuerda, en los
secretos cenáculos donde se escriben los guiones de sus lamentables
interpretaciones.
En esta trampa hemos caído desde hace tiempo. Cuando la ilusión se
hizo carne en la mayoría de nosotros y nos llegamos a creer que habíamos
entrado en la aristocracia mundial, cuando ser clase media en Europa era ser la
clase alta del Planeta, cuando creímos que nuestros pies sucios eran el hombro
por el que contemplábamos al resto congéneres que nos miraban suplicantes. Entonces,
digo, creímos que los políticos eran como nosotros y les dejamos a su aire,
tomando decisiones sin que nos interesara lo más mínimo. Tampoco les interesó a
ellos explicarnos la partitura que interpretaban. Si abrían la boca, era tan
extraño e incomprensible el idioma en que hablaban que decidíamos sintonizar
algo distinto, total, a nosotros qué nos importaba.
Y en esa especie de pecado de desidia —sólo explicable por la corta
edad de nuestra democracia— se entiende que ahora, realmente interesados por el
desastre en el que vivimos, nos rasguemos las vestiduras, clamemos contra los
desafueros cometidos por unos, por otros y por los de más allá, y metamos en el
mismo saco a todos. Y ellos, tan tranquilos, a lo suyo. Al juego que juegan. Sólo
les interesa mantener la situación. Aunque sea permanecer en la oposición, qué
importa, si dentro de unos años nos intercambiaremos los papeles. Entretanto el
sufrimiento —el que ellos nunca van a entender del todo— se apodera cada día de
más personas, vacía más bolsillos y nos devuelve a la realidad que siempre ha
padecido este pueblo: pobreza bien disimulada, pues para eso somos muy
hidalgos. Y mañana o pasado nos pondrán ante los ojos una ofensa a una bandera,
a un territorio, a un himno y seremos capaces de derramar la sangre mientras
ellos siguen poniendo a buen recaudo —como siempre hicieron— aquello tan
material y poco virtuoso. Y si es menester procurarán que
sus palabras vengan bien humedecidas con el agua bendita que han rociado con
sus hisopos sus eminencias episcopales.
Se ataca y desprestigia la educación pública. Se ataca y
desprestigia la sanidad pública. Se ataca y desprestigia la cultura. Se ataca y
desprestigia la protección social. Se ataca y desprestigia a quien pretende
elevar su voz crítica.
Ellos seguirán con sus problemas, discutiendo si son galgos o
podencos, si los ángeles son varones, mujeres, asexuados o hermafroditas, sin
aceptamos federación como animal de compañía o cambiamos el concepto de
independencia para que todos seamos distintos, siendo iguales. Bagatelas
insufribles que no interesan al común de las personas que ganan al mes (cuando
son tan privilegiados de contar con un sueldo mensual) bastante menos que lo
que cobran sus señorías en Castilla y León, por ejemplo y por no mirar muy lejos, a título de dietas por asistir a las
sesiones en Cortes.
Alguien debería decirles a todos y cada uno de ellos que esa cuantía
de mil ochocientos euros, trescientas mil pesetas de antaño, —ayer publicada
por un medio de comunicación nada sensacionalista— es muy superior, pero mucho,
a la que cobra la inmensa mayoría de los privilegiados.
Que al menos dignifiquen su tarea, que al menos hablen para que se
les entienda, que al menos sepan que los partidos políticos no son el dios al
que debemos adoración sumisa, porque su único dios debería ser el pueblo, cada ciudadano a quien dicen representar y servir.
Y que no se quejen —como alguno se queja— de que no todo el mundo
es igual. Pues quizá sea verdad, y quizá no todo el mundo sea igual, pero eso también hay que demostrarlo y no actuar a cada minuto como correveidile de quien dirige el cortijo. Y si no se puede actuar de otra manera, porque estamos en manos de otros poderes, que lo digan así de claro, así de recio, así de contundente. Y así, como dicen en mi tierra, dejaremos de marear tanto a la perdiz.