Cómplices

Domingo, 30 de diciembre de 2012


Andaba deambulando por estas hojas volanderas. No en su espejo internáutico, sino en el regazo de su documento de Word, revisando por encima textos de meses anteriores, más que nada por comparar mi semblante de hoy con el de hace doce meses.
Ya sé que los días continúan, que los cambios de calendarios son arbitrariedades puramente humanas; pero también sé que sin esas arbitrariedades el género humano no podría funcionar, o no sería género humano. Porque tenemos memoria —y de algún modo su sustancia nos forma—, necesitamos de hitos que sean sus asideros, tanto para la memoria personal, como para la colectiva. Porque somos gregarios —más allá de la extensión o cantidad de los miembros de la tribu—, necesitamos de hitos que podamos compartir, hitos que, supuestamente, son el lazo que nos va cohesionando al resto de miembros del clan, incluso de la tribu.
[—Cuidas mucho las palabras, Amando.
—No. Es más sencillo. Escribir patria, nación, país, región o comunidad autónoma es escribir sobre algo que confunde e irrita y entristece y divide. Otra de los regalos que debemos a parte de la casta política.]
Y volver la vista atrás, aunque sea sin detalle, aunque sólo sea alufrar u otear sin mucho entretenimiento o detalle, me hace comprender la dureza del año que se acaba, me hace sentir lo acerbo de sus aristas cortadas a lo vivo. Y lo peor es que uno sabe que, a la postre, el tránsito de año no supone nada más que el paso de una página, ya que la realidad no entiende de cruzar determinados puntos de nuestro viaje alrededor del sol. O si entiende, le da lo mismo.
Y mucho más allá de la insondable maldad humana que organiza, acrece y mantiene guerras que asesinan con la misma facilidad con la que los agricultores siegan espigas; mucho más allá del abisal egoísmo que permite desde siempre que otros congéneres mueran de hambre y de enfermedades que a nosotros hace siglos que nos dejaron de preocupar; mucho más allá de la dejadez que permite que los que menos tienen no puedan sobrevivir a los desastres naturales, mientras que otros salen indemnes de ellos; mucho más allá del abuso que los poderosos (tanto quienes ocupan el poder visible de modo más o menos lícito, como quienes ocupan el poder invisible casi siempre de modo más bien ilícito) ejercen sobre los más débiles; más allá de la estupidez malévola de quienes dicen ser los timoneles de una pequeña barca que aún se llama España; más allá de las peleas absurdas e interminables que dividen a las familias por los lindes de una tierra, o la propiedad de una casa; más allá de la estulticia de algunos cuyo único afán es ser el mejor en lo que sea, por ejemplo en solucionar solitarios, aunque para ello tenga que llevarse por delante a colegas, ética o instituciones; más allá de cualquier cosa, lo peor de este año, es que han mandado a la esperanza nuestra de cada día —el verdadero pan del espíritu— a la UVI con un pronóstico nada bueno.
No quiero decir, ni mucho menos, que la hayan matado —hay quien lo sostiene—; pero quizá no lo diga porque, en el fondo, soy como esa pobre mujer que está viendo el coma del marido y ha sido informada por los médicos de lo irremediable de la situación, y sin embargo ella —quizá sólo por el terror que le causa el abismo—, aún confía en un milagro.
Si yo fuera gobernante —por suerte para esta casa, esta calle, este barrio, esta ciudad, esta provincia, esta región y este país, nunca lo seré— y mi tarea hubiera consistido fundamentalmente en ir asesinando las esperanzas de los ciudadanos en cuyo nombre y con su mandato estoy gestionando eso que se llamaba bien común, a costa de mantener las prebendas de los más poderosos (los de aquí y los de allí) y aumentar la nómina de los desfavorecidos, primero, se me caería la cara de vergüenza y, segundo, hace rato habría dimitido y me hubiera recluido en algún monasterio cisterciense o tibetano.