Cómplices

Jueves, 27 de diciembre de 2012


¿El esfuerzo que supone provocar una sonrisa puede pesarse? ¿Puede tasarse su valor? ¿Merece la pena ahorrar de algo propio (y no hablo de algo material), si regalándolo se consigue que aflore esa lámpara del rostro?
Siempre he pensado que no. Aunque no siempre lo he conseguido. Pero sabiendo como sé que los senderos de esta vida a menudo desembocan o sortean precipicios hondos y provocan cicatrices que ninguna cirugía estética remedia, procuro con todas mis fuerzas —aunque no sean muchas— lograr que alguien encuentre el interruptor para iluminar su rostro.
Apenas a un centenar de metros de esta ventana, alguien se asoma al sufrimiento con la intensidad propia con que la existencia traza a veces esos caminos tan dolorosos. Y uno no puede hacer nada, salvo hacerse presente, aunque sea a cierta distancia, pero por suerte hay teléfonos que acortan el espacio y evitan otros tropezones.
En su vida tan joven demasiadas veces ya ha sentido cerca diferentes representaciones del mismo drama. Y cuando pase el tiempo, se habrá enriquecido por dentro y, porque sabe de dolores y sufrimientos, sabrá de regalar sonrisas sin usar balanzas o metros, por muy de precisión que sea el instrumental que use.