¿El esfuerzo que supone provocar una sonrisa puede pesarse? ¿Puede tasarse su valor? ¿Merece la pena ahorrar de
algo propio (y no hablo de algo material), si regalándolo se consigue que
aflore esa lámpara del rostro?
Siempre he
pensado que no. Aunque no siempre lo he conseguido. Pero sabiendo como sé que
los senderos de esta vida a menudo desembocan o sortean precipicios hondos y
provocan cicatrices que ninguna cirugía estética remedia, procuro con todas mis
fuerzas —aunque no sean muchas— lograr que alguien encuentre el interruptor
para iluminar su rostro.
Apenas a un
centenar de metros de esta ventana, alguien se asoma al sufrimiento con la
intensidad propia con que la existencia traza a veces esos caminos tan
dolorosos. Y uno no puede hacer nada, salvo hacerse presente, aunque sea a
cierta distancia, pero por suerte hay teléfonos que acortan el espacio y evitan
otros tropezones.
En su vida tan
joven demasiadas veces ya ha sentido cerca diferentes representaciones del
mismo drama. Y cuando pase el tiempo, se habrá enriquecido por dentro y, porque
sabe de dolores y sufrimientos, sabrá de regalar sonrisas sin usar balanzas o
metros, por muy de precisión que sea el instrumental que use.