Entre la multitud
uno es invisible o, mejor dicho, es indivisible respecto de la muchedumbre que,
por otra parte es suma de individuos cuyos latidos y sueños tienen la misma
estructura y mucho más valor que el de uno. En mitad de la masa uno pierde los
propios contornos, lo que le individualiza, lo que le diferencia.
Y quizá —a
pesar de lo que pudiera pensarse— es el camino para que la propia voz se nutra
y se armonice con el resto de las voces, para que en el propio desleírse, como sal
o azúcar, se enriquezca la polifonía.
El problema,
como casi siempre, tiene que ver con la perspectiva. A veces sería mejor
arrancarse los ojos y ponerlos sobre la melodía de otros latidos, o sobre el
ritmo de otros pasos. Quizá, así, con nuestra mirada puesta en otros anhelos o
en otros llantos y mirando con ellos, dejemos el lamento y entonemos el himno,
o quizá una elegía envuelta en sangre.
Pero al final,
y todo se resume en esto, conviene mirar fuera, o como diría Colinas, sentarse
en el centro del bosque a respirar.