Cómplices

Lunes, 24 de diciembre de 2012


Arranca la mañana decorada por tenue luz grisácea. Las nubes que estos días no han estado con nosotros, vienen a acompañarnos en jornada tan especial. Uno de esos días del año que, sin ser festivo, regala aroma de fiesta de las importantes, de las que nadie olvida.
Siempre ha sido el día de nochebuena un poco extraño para mí. Una mezcla de melancolía y esperanza. Toda la jornada es una sucesión de horas que queremos que pasen lo más rápido posible camino del encuentro familiar ante la cena.
Desde que descubrí la sensación tan especial que es para un castellano de tierra adentro, el día de nochebuena junto al Cantábrico, echo de menos no estar cerca de la playa de San Lorenzo. Pero las circunstancias son las que son y uno no las elige, sino que se adapta a ellas como mejor sabe, como mejor puede, aunque muchos —la mayoría— no terminen de entender, o de estar de acuerdo.
Cada vez conozco a más personas que no lo pasan muy bien en esta jornada. Suele hacer mucho daño el recuerdo de los ausentes, y más si esa ausencia es reciente. Cuando así sucede, la cena se torna en un amasijo de fotografías sepia que conducen al dolor desesperado.
Uno supone que esta reacción, en cierto modo lógica, se acentúa más en estos tiempos en que la muerte se ha convertido en un tabú, acaso el más importante de esta sociedad.
No, no es que antaño las muertes no afectasen a los seres queridos. El dolor que produce la pérdida de un ser amado, o su intensidad, poco tiene que ver con este asunto. Porque si no doliera, sino provocase un desgarro en el alma, entonces no hablaríamos de seres humanos, sino de monstruos a los que convendría acercarse poco, no vayan a despedazarnos. Pero acaso la falta de esperanza sea lo que identifique o cambie la perspectiva. Y esa falta de esperanza es la que añade una pesada carga de impotencia al dolor.
No es un contrasentido hablar de estas cosas precisamente hoy, porque una de las razones de la alegría que representa esta nochebuena es el nacimiento de un niño que vino a traer la esperanza, precisamente eso que tanto falta en estos últimos años a este país.
Tampoco eran tiempos fáciles aquellos. En realidad para los pobres, para los que viven con el día y la noche como cobertores de su existencia, son siempre tiempos difíciles, siempre caminando en peligroso ejercicio de equilibrismo sobre el borde de un precipicio.
Por desgracia la historia nunca se escribe desde el punto de vista de las víctimas, siempre lo hacen las plumas que se afilan para hacerse altavoz tonante de los vencedores, de los opresores. Pero aún así, en algunos textos proféticos de aquella época, se cuelan los gritos y las quejas de quienes padecen la extrema injusticia de un doble poder que los aplasta, los deseos de los pobres de Israel, los anawin bíblicos que, además de soportar la injusticia de sus dirigentes tradicionales a través de un asfixiante poder teocrático cuyo centro es el Templo de Jerusalén, también soportan la opresión de la sandalia romana que con su pragmatismo habitual, prefiere alejarse de discusiones religiosas, siempre y cuando consiga los beneficios económicos y estratégicos que necesita el Imperio. Ambos poderes, a pesar de las reticencias mutuas, pronto encuentran el modo de entenderse y de establecer acuerdos que les permiten coexistir sin perder mucho de lo que tenían, aunque no obtengan todo lo que pretendían. (Siempre ha sido así entre los dirigentes y políticos, siempre será así. El ser humano cambia poco, en el fondo).
Sí, hay esperanza. Su sendero está claramente trazado y no es sencillo. Empieza abajo del todo, donde nadie buscaría a Dios, y allí se esconde, allí late frágil y expuesta a todos los peligros. Sólo depende de cada uno que no se haga añicos, como una vasija del más delicado y hialino de los cristales.