Arranca la mañana decorada por tenue luz grisácea. Las nubes que estos días no han
estado con nosotros, vienen a acompañarnos en jornada tan especial. Uno de esos
días del año que, sin ser festivo, regala aroma de fiesta de las importantes,
de las que nadie olvida.
Siempre ha sido
el día de nochebuena un poco extraño para mí. Una mezcla de melancolía y
esperanza. Toda la jornada es una sucesión de horas que queremos que pasen lo
más rápido posible camino del encuentro familiar ante la cena.
Desde que
descubrí la sensación tan especial que es para un castellano de tierra adentro,
el día de nochebuena junto al Cantábrico, echo de menos no estar cerca de la
playa de San Lorenzo. Pero las circunstancias son las que son y uno no las
elige, sino que se adapta a ellas como mejor sabe, como mejor puede, aunque
muchos —la mayoría— no terminen de entender, o de estar de acuerdo.
Cada vez
conozco a más personas que no lo pasan muy bien en esta jornada. Suele hacer
mucho daño el recuerdo de los ausentes, y más si esa ausencia es reciente.
Cuando así sucede, la cena se torna en un amasijo de fotografías sepia que
conducen al dolor desesperado.
Uno supone que
esta reacción, en cierto modo lógica, se acentúa más en estos tiempos en que la
muerte se ha convertido en un tabú, acaso el más importante de esta sociedad.
No, no es que
antaño las muertes no afectasen a los seres queridos. El dolor que produce la
pérdida de un ser amado, o su intensidad, poco tiene que ver con este asunto.
Porque si no doliera, sino provocase un desgarro en el alma, entonces no
hablaríamos de seres humanos, sino de monstruos a los que convendría acercarse
poco, no vayan a despedazarnos. Pero acaso la falta de esperanza sea lo que
identifique o cambie la perspectiva. Y esa falta de esperanza es la que añade
una pesada carga de impotencia al dolor.
No es un
contrasentido hablar de estas cosas precisamente hoy, porque una de las razones
de la alegría que representa esta nochebuena es el nacimiento de un niño que
vino a traer la esperanza, precisamente eso que tanto falta en estos últimos
años a este país.
Tampoco eran
tiempos fáciles aquellos. En realidad para los pobres, para los que viven con
el día y la noche como cobertores de su existencia, son siempre tiempos difíciles,
siempre caminando en peligroso ejercicio de equilibrismo sobre el borde de un
precipicio.
Por desgracia
la historia nunca se escribe desde el punto de vista de las víctimas, siempre lo hacen las plumas que se afilan para hacerse altavoz tonante de los vencedores, de los
opresores. Pero aún así, en algunos textos proféticos de aquella época, se
cuelan los gritos y las quejas de quienes padecen la extrema injusticia de un doble poder
que los aplasta, los deseos de los pobres de Israel, los anawin bíblicos que, además de soportar la injusticia de sus
dirigentes tradicionales a través de un asfixiante poder teocrático cuyo centro
es el Templo de Jerusalén, también soportan la opresión de la sandalia romana
que con su pragmatismo habitual, prefiere alejarse de discusiones religiosas,
siempre y cuando consiga los beneficios económicos y estratégicos que necesita
el Imperio. Ambos poderes, a pesar de las reticencias mutuas, pronto encuentran
el modo de entenderse y de establecer acuerdos que les permiten coexistir sin
perder mucho de lo que tenían, aunque no obtengan todo lo que pretendían. (Siempre ha
sido así entre los dirigentes y políticos, siempre será así. El ser humano
cambia poco, en el fondo).
Sí, hay
esperanza. Su sendero está claramente trazado y no es sencillo. Empieza abajo
del todo, donde nadie buscaría a Dios, y allí se esconde, allí late frágil y
expuesta a todos los peligros. Sólo depende de cada uno que no se haga añicos,
como una vasija del más delicado y hialino de los cristales.