Cómplices

Martes, 11 de diciembre de 2012


Contemplar la ilusión infantil en un hombre de casi setenta años, porque sus manos ya sostienen el fruto de un sueño —para muchos será un capricho— hecho, al fin, realidad, es algo muy especial. Haber colaborado con mis torpes rudimentos en que el libro haya terminado en buen puerto con dignidad y sin alharacas, además de un reto, me enorgullece como individuo.
A veces no es tan difícil conseguir que un anhelo se concrete.
He aprendido algunas cosas, pero la más importante de todas es que la ilusión no tiene edad, y con ella y con perseverancia, hasta los sueños acaban por abandonar su inmaterialidad.
A pesar de la niebla que toda la jornada nos ha aislado de la luz del sol y su tibieza —lo que ha provocado que casi todos los telediarios dieran cuenta del frío que hemos pasado—, un calorcillo especial me recorría esta tarde en la imprenta, a donde le he acompañado, cuando contemplaba el brillo de sus ojos que competían con el colorido de las bombillas navideñas recién inauguradas en la ciudad.
Quizá por ello, porque he experimentado lo sencillo que es ayudar a que crezca la dicha alrededor, es más doloroso llegar a casa y escuchar las informaciones que hablan de colegios de niños sordociegos a punto de cerrar, porque algunas administraciones no pagan lo que adeudan o lo que habían prometido. Estos niños y sus cuidadores no se hacen grandes planteamientos acerca de su futuro, no aspiran a ocupar puestos de relevancia social, ni siquiera aspiran a enriquecerse —cosa que parece bastante común entre los humanos—, sólo aspiran a comunicarse, a no quedar aislados completamente.
Es muy fácil lograr que vuelvan a ilusionarse, unas decenas de miles de euros bastarían.
Sin embargo, escucho unos minutos después, un puñado de entidades financieras, que han dilapidado —por no hablar en términos contemplados por el Código Penal— el dinero de los clientes a causa de la desmesurada codicia de sus gestores y directivos, se repartirán unos cuarenta mil millones de euros, que no servirán para ilusionar a nadie…
Algo no funciona en este mundo —de forma muy acusada en el sector occidental y capitalista de su esfera que dicen azul—, probablemente lo relacionado con el sentido de la humanidad.
Llevo días excavando y escarbando en mi interior para encontrar una historia navideña con la que —como en los últimos diecisiete años— felicitar estas fiestas. No me sirven, y lo saben bien quienes me conocen, aquellas que tengan como excusa que sucedan en fechas navideñas. Tal y como lo entiendo, sería una trampa. Tiene que haber algo más. Y ese algo más se relaciona con el sentido esencial que otorgo a estos días. No es algo religioso en el sentido en que comúnmente empleamos la palabra. Es algo que tiene que ver con algo que abarca a cualquier ser humano más allá de sus creencias o increencias.
Uno, en su incurable visión ilusa de las cosas, cree firmemente que la Navidad ocurrió para iluminar a todos los humanos con independencia de creencias, culturas, edades, incluso época de la historia. Acaso hay dos palabras que encierran en sí mismas esta semilla: encarnación y esperanza. Por ello, alguna de sus hermanas pequeñas, como ilusión, se ajustan como un guante a estas jornadas que se avecinan. Por eso duele más que se acabe con las ilusiones, con el único argumento de que el capitalismo (cruel y avariento) ha decidido que solamente la rentabilidad económica, la competitividad de los mercados, decrecer a toda máquina la deuda financiera de las administraciones, el pago de los intereses, recortar el diferencial con el bono alemán, y demás patrañas que nos acercan a la selva, más que al desarrollo, y nos alejan para siempre de la especie humana.
A veces creo que deberíamos hacer la tontería de inundar los bancos, las sedes de los ministerios y otras instituciones políticas y financieras con cientos de miles de ejemplares del famoso cuento de Dickens, lo mismo todavía habría posibilidad para el milagro…
Lo más triste de todo, lo que me produce una rabia que a duras penas contengo, es que muchos de esos dirigentes, acudirán a alguna de las múltiples celebraciones religiosas que cada uno de los cultos que profesan tiene previstas. Es más, quizá más de uno —o una— sienta algún tipo de emoción al contemplar el misterio de la Navidad en su templo católico, luterano, calvinista o anglicano. Pero ninguno de ellos habrá comprendido aún que ese niño abandonó hace mucho sus templos… si es que alguna vez entró en ellos. 
Esperemos, al menos, que no pase a la intemperie una noche como ésta, en la que nos acecha otra cencellada importante.