Me
sucede algunas veces —por suerte no muchas—: me organizo para hacer
alguna tarea que requiere más concentración que la habitual, y un imprevisto,
como si apareciera un polizón desaprensivo, da al traste con buena parte de la
idea trazada. Hasta donde es razonable, procuro que todo lo exterior sea
favorable y que nada ajeno me impida intentar esa labor.
Me refiero, en este caso concreto, al relato navideño de cada año.
Y en estos días que uno había previsto dedicar casi en exclusiva a este asunto,
ha aparecido ese filibustero sorpresa y desagradable: la calefacción ha
decidido no cumplir con su tarea. La caldera ha dicho que necesitaba un buen
arreglo. Y claro, todo sucedió en festivo. Con los servicios veinticuatro horas
de reparación, diciendo sutilmente aquello de si hay que ir se va, pero ir para
nada… No con las mismas palabras, evidentemente, pero sí con tal intención.
Uno, ante la amenaza de hipotéticos males mayores, ha tenido que dedicar parte
de la mañana, reservada previamente con mimo para otros menesteres, en llamadas
telefónicas, baldías esperas y distracciones similares que no han ayudado en
nada.
Como sucede siempre en estos casos, la avería era más complicada
de lo que en principio se sospechaba. Por suerte el calefactor —el mismo que
hizo la instalación hace ya más de dos años— es un profesional muy agradable y
ha llegado a modificar en parte su ruta de la tarde para dejarnos con servicio.
Ha tardado más de lo que él mismo inicialmente había previsto, pero al fin, lo
ha conseguido.
No se trata de echar la culpa a este bucanero aparecido sin previo
aviso de la no escritura del relato —si es que al final no lo escribo—. Desde
hace unas semanas barruntaba que las cosas no iban bien de cara al cuentecillo.
Sin embargo no había encendido aún las luces rojas de alarma, pues no es la
primera vez que esa misma desazón me embarga.
Pero esta vez, creo que va a ser imposible. Aunque algo terminaré
haciendo —de eso estoy seguro—, será de otro modo. Será bien distinto.
Y lo siento, sobre todo por quienes no frecuentan estos mundos de
Internet, por quienes casi desconocen —o no terminan de creerse— la incesante
actividad (¿para qué, para qué?) que me ocupa casi a diario, por quienes ya
están esperando mis torpes líneas. Y lo siento, porque ni siquiera en
circunstancias mucho más terribles y objetivamente exculpatorias, fallé a la
cita.
De nuevo un detalle de intendencia da al traste con todo. Algo en
apariencia tan ajeno a nuestros intereses, algo tan doméstico, trastabilla
nuestro paso y nos demuestra —una vez más— lo enormemente frágiles que somos.
Lo dependientes que somos de circunstancias ajenas a la voluntad y al deseo.
Incluso sin hablar de enfermedades, uno puede acabar la jornada de un día
libre, con la frustración prendida entre los dedos. Y eso que vivir en Segovia
en diciembre y sin calefacción, por mucho que las temperaturas hayan templado
algo en estos dos días, no es precisamente agradable.
No, no es para tanto, pues algo comienza a latir y a ronronear por
adentro, pero no es lo que anhelaba. Y me parece que después de diecisiete
años, éste es el primero que me seré infiel a mí mismo. O herético, al menos
herético.